Notas escépticas de un republicano.
ANTONIO MUÑOZ MOLINA | EL PAÍS | 24/04/2006
En España, país desmemoriado, se ha puesto de moda la memoria. Es una memoria singularmente selectiva: borra o desfigura la parte del pasado más cercana al presente y se remonta a una lejanía hasta hace poco no muy frecuentada, salvo por los aficionados a la historia y los historiadores profesionales, y por algunos novelistas que educamos nuestra imaginación en los relatos cautelosos sobre la República y la guerra que escuchamos de nuestros mayores en la infancia. La historia es un saber difícil que requiere largas investigaciones, ofrece muchas incertidumbres y da a veces amargas noticias. La memoria no se investiga, sólo se recupera, sin exigir mucha disciplina, incluso, muchas veces, con un propósito de afirmación personal o colectiva que nadie está autorizado a discutir, ya que la memoria, por definición, le pertenece al que la posee. La memoria, si no es vigilada por la razón, tiende a ser consoladora y terapéutica. Modificar los recuerdos personales para que se ajusten a los deseos del presente es una tarea legítima, aunque con frecuencia tóxica, a la que casi todos nosotros somos proclives.
Cuando la memoria se convierte en un simulacro colectivo su efecto empieza a ser más alarmante. Su primacía desaloja a la historia del debate público, porque la historia es mucho menos maleable, y con frecuencia puede desmentir las buenas noticias sobre el pasado que a todos nos gusta regalarnos. Al filtrarse a través del recuerdo, y también del olvido, el pasado se convierte en ficción y en materia novelesca. Pero a la novela no le exigimos fidelidad a los hechos privados o públicos que puedan haberla inspirado. La responsabilidad de la novela es estética y moral: la de los discursos públicos, casi como la de la ciencia, debería estar sujeta a las exigencias más severas del conocimiento.
Como novelista y como ciudadano, la negligencia o el silencio que durante muchos años envolvieron el recuerdo de la Segunda República, de la Guerra Civil y de la resistencia antifranquista me parecieron desoladores. La falta de conexión entre el presente iniciado en la transición y las tradiciones progresistas españolas que fueron interrumpidas por la guerra y sepultadas por el franquismo ha sido una de las debilidades mayores de nuestro sistema democrático: ha alimentado nuestro raquitismo cívico y nuestra profunda penuria cultural, así como una contumaz injusticia hacia quienes lucharon contra la dictadura o fueron víctimas de lo que Paul Preston ha llamado la "política de la venganza". Quienes ya éramos adultos a principios de los años ochenta sabemos que la razón de tanto olvido público no era el chantaje de una derecha franquista que siguiera vigilando desde la sombra. Desde 1982 el Partido Socialista gobernaba con mayoría absoluta, y sus dirigentes, empeñados en la tarea necesaria de modernizar plenamente el país, optaron por ocuparse más del futuro que del pasado, con un entusiasmo en el que había una parte de arrojo verdadero y otra de frivolidad y cosmética. De pronto la épica de la resistencia se había quedado antigua, tan obsoleta como las barbas y como las chaquetas de pana. Cambios verdaderos y profundos sucedían mientras tanto, pero muchos nos sentimos agraviados en aquellos años por la amnesia atolondrada de los que mandaban, por la falta de escrúpulos y una propensión al favoritismo y al descuido de la moral pública que habrían de acabar en los escándalos de corrupción de los primeros años noventa.
La historia proscrita por el franquismo fue una historia simplemente abandonada por la democracia. Abandonada por el Estado central y sustituida por mitologías más o menos lunáticas en los sistemas educativos de los gobiernos autónomos, consagrado cada uno a la tarea de inventar pasados gloriosos que fatalmente acabarían malogrados por una pérfida invasión española. La mezcla de la pedagogía posmoderna y del nacionalismo identitario pueden conducir a resultados pintorescos o alarmantes, a una confusa aleación de ignorancia y adoctrinamiento muy peligrosa para la vida civil pero muy útil para la demagogia política.
A algunos nos parecía que el estudio atento de la República y de la Guerra Civil era a la vez una reparación parcial de las injusticias del olvido y una búsqueda de esos valores sustantivos cuya debilidad resultaba tan dañina para nuestro sistema democrático. Al leer obsesivamente libros sobre entonces -los diarios de Azaña, las memorias de Barea, las novelas de Max Aub, los estudios de Hugh Thomas o de Jackson, la sobrecogedora historia oral de Ronald Fraser- revivíamos una y otra vez un drama que no nos apasionaba ni nos hacía sufrir menos porque conociéramos de sobra su triste final. Nos indignaba el escándalo de la indiferencia de las democracias hacia la suerte de la República española, el modo en que aceptaron sacrificarla queriendo apaciguar a Hitler. Pero también nos producía un íntimo dolor, semejante a una derrota personal, la incapacidad de las fuerzas políticas del bando leal para unirse eficazmente contra el enemigo común. Al cobrar conciencia política en los últimos años de la dictadura, sentíamos una nostalgia doble del porvenir y del pasado, del mañana en el que podríamos respirar y vivir en libertad y del lejano ayer en el que la libertad existió brevemente. Igual que saltábamos sobre la cultura del pasado inmediato para vincularnos a una tradición de heroica modernidad literaria y estética que interrumpió la guerra y dispersó el exilio, queríamos buscar nuestra legitimidad política en aquella República que era el reverso exacto del régimen siniestro en el que habíamos
crecido. Por eso había un fondo de desconsuelo al ver que la democracia restaurada no se esforzaba demasiado en honrar a los perseguidos, a los silenciados, a los encarcelados y asesinados por el franquismo, a los que salieron de España al final de la guerra y continuaron combatiendo al nazismo en Europa, a los cautivos y supervivientes de los campos alemanes. Hubiéramos querido que se les hiciera justicia mientras estaban vivos, y también que los valores que ellos defendieron tuviesen más presencia en la política española: un sentido de la austeridad y la decencia, de la ciudadanía solidaria y responsable, una vocación franca de justicia social, un amor exigente por la instrucción pública, un verdadero laicismo, un respeto a la ley entendida como expresión de la soberanía popular.
No es eso lo que hemos visto tanto como habría sido necesario, y si no lo hemos visto no ha sido por la presión de una derecha torva y de vocación autoritaria o por la existencia de un rey. Pero a pesar de esas deficiencias -de las cuales los únicos responsables son la clase política y la ciudadanía, cada uno en su escala de acción- en 30 años España ha cambiado tan prodigiosamente que ni siquiera los que hemos vivido este tránsito somos capaces de comprender su magnitud y su calado. Nos hace falta el testimonio deslumbrado de quienes nos han visto desde fuera, y no hemos sido capaces de hacer conscientes a nuestros hijos de la novedad y la fragilidad de lo que nosotros no tuvimos y ellos dan casi desganada o despectivamente por supuesto. Hemos pasado de la dictadura a la democracia, del centralismo al federalismo, del tercer mundo al primer mundo, del aislamiento internacional a la plena ciudadanía europea. Nos hemos dado un sistema educativo y sanitario públicos que con todas sus deficiencias sólo puede valorar quien ha viajado algo por el mundo y sabe lo que significa que la salud y la escuela sólo sean accesibles a quien puede pagarlas. Y sin embargo nadie o casi nadie siente lealtad hacia el sistema constitucional que ha hecho posibles tales cambios, y en lugar de compartir una concordia basada en la evidencia de lo que hemos podido construir entre todos nos entregamos a una furia política en la que cada cuál parece guiado por un propósito de máxima confrontación.
En una pelea de baja ley cualquier objeto puede convertirse en un arma arrojadiza: la más reciente, en España, es la memoria, la República olvidada que de pronto regresa a las primeras páginas, la Guerra Civil que se usurpa a los historiadores y al recuerdo doloroso de quienes la sufrieron para desfigurarla a la medida de los intereses políticos de unos y otros y a la voluntad de cizaña de los enemigos más descarados de la democracia. Para quienes hemos pasado muchos años no queriendo aceptar la obligación del olvido es alentadora la idea de que de pronto tantas personas coincidan en el recuerdo de un tiempo decisivo de la historia de España: pero no deja de ser llamativo que el recuerdo llegue tan tarde, y que coincida tan oportunamente con una nueva amnesia -ahora, sobre la transición- y con diversos proyectos de desmantelar el sistema político fundado por la Constitución de 1978.
Cada uno tiene sus lealtades íntimas y sus nostalgias personales, y para muchos de nosotros el 14 de abril y la bandera tricolor, el coraje republicano de Antonio Machado, el patriotismo cívico y sereno de los diarios de Manuel Azaña, mantienen un resplandor indeleble, vinculado a nuestros sueños juveniles de libertad y a nuestros más firmes ideales del presente. Pero la lealtad sentimental no debería cegarnos, precisamente porque entre los valores republicanos más altos está la primacía de la racionalidad sobre el delirio romántico. Y hace falta mucho cinismo intelectual, mucha malevolencia, para empujar al campo de los añorantes del franquismo a quienes no se dejan llevar por esta oleada entre dulzona e interesada de memoria nostálgica y prefieren no olvidar lo que han aprendido en los libros de Historia y en los testimonios de quienes vivieron de cerca aquel tiempo. En los diarios del tiempo de la guerra, en esa desolada obra maestra de la literatura en español que es La velada en Benicarló, Manuel Azaña cuenta su amargura ante el sectarismo, la incompetencia y la deslealtad a la República de muchos de los que deberían haberla defendido. En el desmoronamiento del Estado que sobrevino tras la intentona militar del 18 de julio, cada fuerza política o sindical, cada gobierno autónomo se entregó con ceguera suicida a la persecución de sus propios intereses, como si la guerra, más que una crisis terrible que los amenazara a todos por igual, fuese una oportunidad de oro para alcanzar fines -la independencia, la revolución, el comunismo libertario, etcétera- que nada tenían que ver con la legalidad republicana. Leyendo a los historiadores y a los memorialistas más eminentes, uno tiene la sensación de que la República, en un cierto momento de la guerra, no tenía más defensores sinceros que Manuel Azaña, Juan Negrín, el general Vicente Rojo y Max Aub.
No creo que sea de ese sectarismo insensato del que se tiene nostalgia, ni que en aquella tentativa breve y maltratada de democracia hubiese algo de lo que no disfrutemos ahora. Ni una sola de las libertades que afirmaba la Constitución de 1931 está ausente de la de 1978, del mismo modo que las valerosas iniciativas de justicia social, educación e igualdad de aquel régimen no pueden compararse, por la enorme diferencia de los tiempos históricos, con los progresos del Estado de bienestar que disfrutamos ahora. ¿Fueron entonces más iguales las mujeres y los hombres? ¿Hubo mejor protección para los parados, recibieron mejor atención pública los enfermos? ¿Estuvieron más respetadas las minorías? ¿Fue más autónoma Cataluña con el estatuto de 1932 que con el de 1980? ¿Podemos excluir de nuestra genealogía democrática a Adolfo Suárez o al general Gutiérrez Mellado, que tan gallardamente se mantuvieron en pie frente a la zafia agresión de los golpistas del 23 de febrero de 1981?
Parecen preguntas idiotas, pero es necesario formularlas, al menos para deslindar el reconocimiento histórico de las mejores iniciativas de entonces de esa nostalgia gaseosa que se va volviendo más densa cada día y no nos deja ver los secos perfiles de lo que ocurre ahora mismo, las señales de alarma que deberían empezar a inquietarnos. Algo distingue -o distinguía al menos hasta hace poco- a la mayor parte de los discursos políticos surgidos del 78 sobre los del 31: la idea de que el adversario no es necesariamente el enemigo, y de que por encima de las discrepancias más radicales está la fidelidad a unos cuantos principios comunes que son el entramado básico de la democracia. En 1931 España era un país de terribles diferencias sociales, en una Europa desgarrada por la crisis económica y los fanatismos políticos. En una época en la que tan rara era la templanza, puede ser comprensible -aunque no deje de ser lamentable- que con tanta frecuencia los discursos políticos derivaran hacia un pavoroso extremismo. Pero si estos tiempos son tan visiblemente otros, ¿de dónde nace la furia verbal que uno observa ahora en España, y que lo golpea a uno como un puñetazo al conectar la radio o mirar los titulares de un periódico, la voluntad desatada y al parecer casi unánime de eliminar cada uno de los espacios de concordia en los que se han basado estos treinta años de democracia y progreso? ¿Tenemos que seguir eligiendo entre lamentar el asesinato del teniente Castillo o el de José Calvo Sotelo, entre callar la matanza de la plaza de toros de Badajoz o la de la Cárcel Modelo de Madrid?
Manuel Azaña imaginó un patriotismo basado "en las zonas templadas del espíritu". Una manera de conmemorar ese deseo es vindicar los modestos ideales que lo hacen posible: defender la instrucción pública y no la ignorancia, el respeto a la ley frente a los mangoneos de los sinvergüenzas y los abusos de los criminales, el acuerdo cívico y el pluralismo democrático por encima de los lazos de la sangre o la tribu, la soberanía y la responsabilidad personal y no la sumisión al grupo o la impunidad de los que se fortifican en él. Estos son mis ideales republicanos: espero que se me permita no incluir entre ellos la insensata voluntad de expulsar al adversario de la comunidad democrática ni el viejo y renovado hábito de repetir consignas en vez de manejar razones y acusar de traición a quien se atreve a disentir de la ortodoxia establecida, o a no seguir la moda ideológica del momento.
En España, país desmemoriado, se ha puesto de moda la memoria. Es una memoria singularmente selectiva: borra o desfigura la parte del pasado más cercana al presente y se remonta a una lejanía hasta hace poco no muy frecuentada, salvo por los aficionados a la historia y los historiadores profesionales, y por algunos novelistas que educamos nuestra imaginación en los relatos cautelosos sobre la República y la guerra que escuchamos de nuestros mayores en la infancia. La historia es un saber difícil que requiere largas investigaciones, ofrece muchas incertidumbres y da a veces amargas noticias. La memoria no se investiga, sólo se recupera, sin exigir mucha disciplina, incluso, muchas veces, con un propósito de afirmación personal o colectiva que nadie está autorizado a discutir, ya que la memoria, por definición, le pertenece al que la posee. La memoria, si no es vigilada por la razón, tiende a ser consoladora y terapéutica. Modificar los recuerdos personales para que se ajusten a los deseos del presente es una tarea legítima, aunque con frecuencia tóxica, a la que casi todos nosotros somos proclives.
Cuando la memoria se convierte en un simulacro colectivo su efecto empieza a ser más alarmante. Su primacía desaloja a la historia del debate público, porque la historia es mucho menos maleable, y con frecuencia puede desmentir las buenas noticias sobre el pasado que a todos nos gusta regalarnos. Al filtrarse a través del recuerdo, y también del olvido, el pasado se convierte en ficción y en materia novelesca. Pero a la novela no le exigimos fidelidad a los hechos privados o públicos que puedan haberla inspirado. La responsabilidad de la novela es estética y moral: la de los discursos públicos, casi como la de la ciencia, debería estar sujeta a las exigencias más severas del conocimiento.
Como novelista y como ciudadano, la negligencia o el silencio que durante muchos años envolvieron el recuerdo de la Segunda República, de la Guerra Civil y de la resistencia antifranquista me parecieron desoladores. La falta de conexión entre el presente iniciado en la transición y las tradiciones progresistas españolas que fueron interrumpidas por la guerra y sepultadas por el franquismo ha sido una de las debilidades mayores de nuestro sistema democrático: ha alimentado nuestro raquitismo cívico y nuestra profunda penuria cultural, así como una contumaz injusticia hacia quienes lucharon contra la dictadura o fueron víctimas de lo que Paul Preston ha llamado la "política de la venganza". Quienes ya éramos adultos a principios de los años ochenta sabemos que la razón de tanto olvido público no era el chantaje de una derecha franquista que siguiera vigilando desde la sombra. Desde 1982 el Partido Socialista gobernaba con mayoría absoluta, y sus dirigentes, empeñados en la tarea necesaria de modernizar plenamente el país, optaron por ocuparse más del futuro que del pasado, con un entusiasmo en el que había una parte de arrojo verdadero y otra de frivolidad y cosmética. De pronto la épica de la resistencia se había quedado antigua, tan obsoleta como las barbas y como las chaquetas de pana. Cambios verdaderos y profundos sucedían mientras tanto, pero muchos nos sentimos agraviados en aquellos años por la amnesia atolondrada de los que mandaban, por la falta de escrúpulos y una propensión al favoritismo y al descuido de la moral pública que habrían de acabar en los escándalos de corrupción de los primeros años noventa.
La historia proscrita por el franquismo fue una historia simplemente abandonada por la democracia. Abandonada por el Estado central y sustituida por mitologías más o menos lunáticas en los sistemas educativos de los gobiernos autónomos, consagrado cada uno a la tarea de inventar pasados gloriosos que fatalmente acabarían malogrados por una pérfida invasión española. La mezcla de la pedagogía posmoderna y del nacionalismo identitario pueden conducir a resultados pintorescos o alarmantes, a una confusa aleación de ignorancia y adoctrinamiento muy peligrosa para la vida civil pero muy útil para la demagogia política.
A algunos nos parecía que el estudio atento de la República y de la Guerra Civil era a la vez una reparación parcial de las injusticias del olvido y una búsqueda de esos valores sustantivos cuya debilidad resultaba tan dañina para nuestro sistema democrático. Al leer obsesivamente libros sobre entonces -los diarios de Azaña, las memorias de Barea, las novelas de Max Aub, los estudios de Hugh Thomas o de Jackson, la sobrecogedora historia oral de Ronald Fraser- revivíamos una y otra vez un drama que no nos apasionaba ni nos hacía sufrir menos porque conociéramos de sobra su triste final. Nos indignaba el escándalo de la indiferencia de las democracias hacia la suerte de la República española, el modo en que aceptaron sacrificarla queriendo apaciguar a Hitler. Pero también nos producía un íntimo dolor, semejante a una derrota personal, la incapacidad de las fuerzas políticas del bando leal para unirse eficazmente contra el enemigo común. Al cobrar conciencia política en los últimos años de la dictadura, sentíamos una nostalgia doble del porvenir y del pasado, del mañana en el que podríamos respirar y vivir en libertad y del lejano ayer en el que la libertad existió brevemente. Igual que saltábamos sobre la cultura del pasado inmediato para vincularnos a una tradición de heroica modernidad literaria y estética que interrumpió la guerra y dispersó el exilio, queríamos buscar nuestra legitimidad política en aquella República que era el reverso exacto del régimen siniestro en el que habíamos
crecido. Por eso había un fondo de desconsuelo al ver que la democracia restaurada no se esforzaba demasiado en honrar a los perseguidos, a los silenciados, a los encarcelados y asesinados por el franquismo, a los que salieron de España al final de la guerra y continuaron combatiendo al nazismo en Europa, a los cautivos y supervivientes de los campos alemanes. Hubiéramos querido que se les hiciera justicia mientras estaban vivos, y también que los valores que ellos defendieron tuviesen más presencia en la política española: un sentido de la austeridad y la decencia, de la ciudadanía solidaria y responsable, una vocación franca de justicia social, un amor exigente por la instrucción pública, un verdadero laicismo, un respeto a la ley entendida como expresión de la soberanía popular.
No es eso lo que hemos visto tanto como habría sido necesario, y si no lo hemos visto no ha sido por la presión de una derecha torva y de vocación autoritaria o por la existencia de un rey. Pero a pesar de esas deficiencias -de las cuales los únicos responsables son la clase política y la ciudadanía, cada uno en su escala de acción- en 30 años España ha cambiado tan prodigiosamente que ni siquiera los que hemos vivido este tránsito somos capaces de comprender su magnitud y su calado. Nos hace falta el testimonio deslumbrado de quienes nos han visto desde fuera, y no hemos sido capaces de hacer conscientes a nuestros hijos de la novedad y la fragilidad de lo que nosotros no tuvimos y ellos dan casi desganada o despectivamente por supuesto. Hemos pasado de la dictadura a la democracia, del centralismo al federalismo, del tercer mundo al primer mundo, del aislamiento internacional a la plena ciudadanía europea. Nos hemos dado un sistema educativo y sanitario públicos que con todas sus deficiencias sólo puede valorar quien ha viajado algo por el mundo y sabe lo que significa que la salud y la escuela sólo sean accesibles a quien puede pagarlas. Y sin embargo nadie o casi nadie siente lealtad hacia el sistema constitucional que ha hecho posibles tales cambios, y en lugar de compartir una concordia basada en la evidencia de lo que hemos podido construir entre todos nos entregamos a una furia política en la que cada cuál parece guiado por un propósito de máxima confrontación.
En una pelea de baja ley cualquier objeto puede convertirse en un arma arrojadiza: la más reciente, en España, es la memoria, la República olvidada que de pronto regresa a las primeras páginas, la Guerra Civil que se usurpa a los historiadores y al recuerdo doloroso de quienes la sufrieron para desfigurarla a la medida de los intereses políticos de unos y otros y a la voluntad de cizaña de los enemigos más descarados de la democracia. Para quienes hemos pasado muchos años no queriendo aceptar la obligación del olvido es alentadora la idea de que de pronto tantas personas coincidan en el recuerdo de un tiempo decisivo de la historia de España: pero no deja de ser llamativo que el recuerdo llegue tan tarde, y que coincida tan oportunamente con una nueva amnesia -ahora, sobre la transición- y con diversos proyectos de desmantelar el sistema político fundado por la Constitución de 1978.
Cada uno tiene sus lealtades íntimas y sus nostalgias personales, y para muchos de nosotros el 14 de abril y la bandera tricolor, el coraje republicano de Antonio Machado, el patriotismo cívico y sereno de los diarios de Manuel Azaña, mantienen un resplandor indeleble, vinculado a nuestros sueños juveniles de libertad y a nuestros más firmes ideales del presente. Pero la lealtad sentimental no debería cegarnos, precisamente porque entre los valores republicanos más altos está la primacía de la racionalidad sobre el delirio romántico. Y hace falta mucho cinismo intelectual, mucha malevolencia, para empujar al campo de los añorantes del franquismo a quienes no se dejan llevar por esta oleada entre dulzona e interesada de memoria nostálgica y prefieren no olvidar lo que han aprendido en los libros de Historia y en los testimonios de quienes vivieron de cerca aquel tiempo. En los diarios del tiempo de la guerra, en esa desolada obra maestra de la literatura en español que es La velada en Benicarló, Manuel Azaña cuenta su amargura ante el sectarismo, la incompetencia y la deslealtad a la República de muchos de los que deberían haberla defendido. En el desmoronamiento del Estado que sobrevino tras la intentona militar del 18 de julio, cada fuerza política o sindical, cada gobierno autónomo se entregó con ceguera suicida a la persecución de sus propios intereses, como si la guerra, más que una crisis terrible que los amenazara a todos por igual, fuese una oportunidad de oro para alcanzar fines -la independencia, la revolución, el comunismo libertario, etcétera- que nada tenían que ver con la legalidad republicana. Leyendo a los historiadores y a los memorialistas más eminentes, uno tiene la sensación de que la República, en un cierto momento de la guerra, no tenía más defensores sinceros que Manuel Azaña, Juan Negrín, el general Vicente Rojo y Max Aub.
No creo que sea de ese sectarismo insensato del que se tiene nostalgia, ni que en aquella tentativa breve y maltratada de democracia hubiese algo de lo que no disfrutemos ahora. Ni una sola de las libertades que afirmaba la Constitución de 1931 está ausente de la de 1978, del mismo modo que las valerosas iniciativas de justicia social, educación e igualdad de aquel régimen no pueden compararse, por la enorme diferencia de los tiempos históricos, con los progresos del Estado de bienestar que disfrutamos ahora. ¿Fueron entonces más iguales las mujeres y los hombres? ¿Hubo mejor protección para los parados, recibieron mejor atención pública los enfermos? ¿Estuvieron más respetadas las minorías? ¿Fue más autónoma Cataluña con el estatuto de 1932 que con el de 1980? ¿Podemos excluir de nuestra genealogía democrática a Adolfo Suárez o al general Gutiérrez Mellado, que tan gallardamente se mantuvieron en pie frente a la zafia agresión de los golpistas del 23 de febrero de 1981?
Parecen preguntas idiotas, pero es necesario formularlas, al menos para deslindar el reconocimiento histórico de las mejores iniciativas de entonces de esa nostalgia gaseosa que se va volviendo más densa cada día y no nos deja ver los secos perfiles de lo que ocurre ahora mismo, las señales de alarma que deberían empezar a inquietarnos. Algo distingue -o distinguía al menos hasta hace poco- a la mayor parte de los discursos políticos surgidos del 78 sobre los del 31: la idea de que el adversario no es necesariamente el enemigo, y de que por encima de las discrepancias más radicales está la fidelidad a unos cuantos principios comunes que son el entramado básico de la democracia. En 1931 España era un país de terribles diferencias sociales, en una Europa desgarrada por la crisis económica y los fanatismos políticos. En una época en la que tan rara era la templanza, puede ser comprensible -aunque no deje de ser lamentable- que con tanta frecuencia los discursos políticos derivaran hacia un pavoroso extremismo. Pero si estos tiempos son tan visiblemente otros, ¿de dónde nace la furia verbal que uno observa ahora en España, y que lo golpea a uno como un puñetazo al conectar la radio o mirar los titulares de un periódico, la voluntad desatada y al parecer casi unánime de eliminar cada uno de los espacios de concordia en los que se han basado estos treinta años de democracia y progreso? ¿Tenemos que seguir eligiendo entre lamentar el asesinato del teniente Castillo o el de José Calvo Sotelo, entre callar la matanza de la plaza de toros de Badajoz o la de la Cárcel Modelo de Madrid?
Manuel Azaña imaginó un patriotismo basado "en las zonas templadas del espíritu". Una manera de conmemorar ese deseo es vindicar los modestos ideales que lo hacen posible: defender la instrucción pública y no la ignorancia, el respeto a la ley frente a los mangoneos de los sinvergüenzas y los abusos de los criminales, el acuerdo cívico y el pluralismo democrático por encima de los lazos de la sangre o la tribu, la soberanía y la responsabilidad personal y no la sumisión al grupo o la impunidad de los que se fortifican en él. Estos son mis ideales republicanos: espero que se me permita no incluir entre ellos la insensata voluntad de expulsar al adversario de la comunidad democrática ni el viejo y renovado hábito de repetir consignas en vez de manejar razones y acusar de traición a quien se atreve a disentir de la ortodoxia establecida, o a no seguir la moda ideológica del momento.
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