15.4.06

"La gente se quiso como nunca aquel 14 de abril"

Tres testigos cuentan la jornada de la proclamación de la República en Madrid

RAFAEL FRAGUAS | EL PAÍS | 14/04/06

En la mañana de aquel martes 14 de abril de 1931, fecha de la proclamación de la Segunda República, la primavera acababa de llegar a Madrid: habían brotado las glicinias del palacio del marqués de Salamanca, en el paseo de Recoletos. Modistillas cantarinas, recién liberadas de sus talleres por patronos receptivos a la clase obrera en tal jornada, caminaban por la Gran Vía hacia la Puerta del Sol y las plazas de Cibeles y Antón Martín. Sobre los rizos de sus permanentes se veían muchos gorros frigios que costureras veteranas les habían enseñado a confeccionar en papel y, a veces, en seda. Trenzadas por los brazos, sus voces agudas envolvían de inocencia la mañana. Otras mujeres, entre las que figuraba la esposa de José Giral, futuro ministro de Marina, se afanaban por coser las banderas tricolores que adornarían horas después los balcones de los principales edificios de Madrid.

A la misma hora, el estudiante Luis Rubio Chamorro, de 13 años, salía de su casa de la calle de Fúcar, cerca de Atocha, hacia el Instituto San Isidro, en la calle de Toledo. "Al llegar a la boca del metro de Antón Martín vi unas modistillas con cestitas llenas de banderas tricolores prendidas de alfileres", cuenta. "Una de ellas se me acercó y con una sonrisa me prendió una en la solapa. Desde aquel instante, yo fui ya un niño republicano", sonríe hoy Rubio a sus 88 años. "Seguí camino del instituto, pero fui a dar con un grupo de estudiantes. '¿Adónde vais?', les pregunté. 'A la plaza de Ópera: hemos oído que van a derribar la estatua de Isabel II y queremos verlo', me dijeron. Fui con ellos. Encaramados en la estatua, dos hombres habían cruzado sogas por la cintura de la efigie", explica. "Aunque no asistí, ya que marché a la Puerta del Sol, creo que la derribaron: fue la tercera víctima del día -incruenta, claro-, junto con la estatua de Felipe III, en la plaza Mayor, y la de la infanta María Teresa, en San Sebastián".

Las Casas del Pueblo ugetistas habían repartido pasquines que anunciaban la inminente proclamación de la República. También distribuyeron desde primera hora entre los taxistas escarapelas tricolores y, sobre todo, banderas rojas, que los conductores colocaban atadas a las ventanillas de sus coches. A su paso por las calles, los madrileños y las madrileñas -"la calle se llenó de señoras", se leía al día siguiente en el diario Abc- les saludaban agitando sombreros con divertidos aspavientos, que, al poco, hallaban la respuesta de los cláxones, todo un clamor encauzado hacia Cibeles y la Puerta del Sol.

"Yo estaba allí", cuenta con orgullo Emilio Álvarez, que el próximo 16 de junio cumplirá 90 años. "Trabajaba de aprendiz en la imprenta Matesanz, de la calle del Humilladero; cobraba una peseta diaria. El 14 de abril de 1931 fue uno de los días más felices de mi vida", explica este impresor jubilado en 1981 en Gráficas Espejo. "Todo Madrid rebosaba alegría... Cantos, abrazos y besos", dice. ¿Besos? "Sí, la gente se miraba a los ojos, se cogía de las manos y se besaba alborozada... pero, sobre todo, se quería. Aquel 14 de abril", comenta emocionado, "la gente en Madrid se quiso como nunca". Y añade: "Fue un día irrepetible. Cuando llegué a mi casa, me puse a dar vivas a la República. Entonces, mi abuela, Josefa Álvarez, que, como muchas mujeres de entonces, era monárquica, me dijo algo tremendo que nunca olvidaré: 'No ha habido sangre... Pero la habrá". Una premonición que se hizo realidad cinco años después, cuando el general Francisco Franco se alzó en armas contra la entonces flamante República, levantamiento que desató la Guerra Civil.

Quizá con un temor similar al de la abuela de Emilio actuó el padre de su amigo Jaime Cruzado Mira, impresor del diario Ya, unos meses menor que él y amigo suyo casi desde entonces: "Aquel 14 de abril, mi padre, Andrés Cruzado, almeriense y gorrero de profesión, se presentó en los Escolapios de la calle de Mesón de Paredes, donde yo estudiaba. Muy serio, me dijo: 'Te llevo a casa y de allí no te mueves en todo el día'. Obedecí sin rechistar. Desde el balcón vi pasar gente muy alegre", dice resignado.

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