15.10.06

¿Por qué esta derecha?

IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA | EL PAÍS | 15 / 10 / 2006

No es la primera vez que el Partido Popular lleva a cabo una oposición brutal en forma y en contenidos. Ya lo hizo entre los años 1993 y 1996. Igual que en esa época, se constata ahora también una colusión de intereses entre la derecha y ciertos medios de comunicación. El empeño en expulsar a la izquierda del poder es tan fuerte que vale prácticamente todo. Se ha acusado al presidente del Gobierno de buscar la ruptura de España, de querer destruir la Constitución, de rendirse ante los terroristas, de ser un golpista, de no respetar el Estado de Derecho, de tener oscuras connivencias con los autores del 11-M...

Aunque los principales dirigentes del PP tratan de no comprometerse demasiado, es evidente que dejan hacer a sus peones y, desde luego, no invierten esfuerzo alguno en desmarcarse de los propagandistas más incendiarios que encabezan el frente mediático. Basta leer algunos artículos firmados por políticos del PP en medios ultraderechistas como Libertad Digital. Por ejemplo, el senador popular Ignacio Cosidó ha lanzado consignas de una inquietante ambigüedad, que recuerdan demasiado a aquellos mensajes nada sutiles del diario Alcázar. Valga esta muestra: "El problema es cómo quitar de la dirección de la nave a alguien que con su constatada inconsciencia política nos conduce a paso acelerado hacia el precipicio. (...) Me temo que ha llegado la hora de nuestra responsabilidad colectiva." (5/11/05) Por su parte, el diputado Jaime Ignacio del Burgo ha dado rienda suelta en ese mismo medio a sus sospechas paranoides sobre el 11-M, cuidándose mucho de no dar el último paso. Eso se lo deja a Pío Moa, quien recientemente se atrevía a decirlo ya sin tapujos: "¿Pudo haber sido el PSOE? En mi opinión, sí, desde luego." (8/8/06)

Alguien que no supiera nada sobre el PP y sólo observara sus declaraciones cuando está en la oposición tendría que concluir que se trata de un partido anti-sistema, en los márgenes mismos de la ultraderecha. Y, sin embargo, cuando el PP estuvo en el poder, demostró que no lo es. Se comportó como otros muchos partidos de derecha, con ciertos rasgos propios pero dentro de la normalidad: conservador en valores morales, bastante intervencionista en el mundo empresarial, y muy tímido a la hora de hacer reformas liberales. ¿Por qué en el poder actúa de una forma y en la oposición de otra tan distinta?

La respuesta, según lo entiendo, es bastante simple: el PP es consciente, a pesar de haber ganado dos elecciones seguidas, de que tiene grandes dificultades para llegar al poder mientras en España siga habiendo más votantes que simpatizan con las ideas de una izquierda socialdemócrata que con las ideas de una derecha conservadora. Por ello, si el PP se comportase como un partido normal de derechas e hiciese oposición no arremetiendo contra el Gobierno y las instituciones del Estado, sino presentando alternativas en política económica, en educación, en política social... perdería las elecciones.

El PSOE perdió las elecciones en sus horas más bajas, tras haber cometido graves errores relacionados con la guerra sucia contra ETA y no haber atajado la corrupción. Si a eso le sumamos la división interna de los socialistas durante los años noventa, se entiende que el PP encontrara la oportunidad de ganar las elecciones en 1996. Pero ganó no tanto presentando un programa electoral más atractivo que el del PSOE, sino desgastando al Gobierno en asuntos como el de la corrupción y la guerra sucia que en sí mismos no son ni de derecha ni de izquierda.

Si en la actual legislatura el PP no ofrece apenas alternativas políticas y se centra en temas como la unidad de España, la autoría del 11-M o el proceso de paz, es porque sabe que esos temas sirven para debilitar el voto ideológico y la participación de la gente de izquierdas en las elecciones.

Imaginemos por un momento que en el debate político el terrorismo no fuera causa de confrontación entre los dos principales partidos, como no lo fue en el periodo 1996-2004; que el Estatuto catalán se hubiera criticado razonablemente y no en términos agónicos de supervivencia de la patria; que no se hubiera jugado con un acontecimiento tan trágico como el 11-M. En una situación así el Gobierno podría dedicarse a presumir de sus logros: extensión de los derechos sociales, ley de dependencia, una economía envidiada en Europa, inversiones espectaculares en conocimiento e investigación, crecimiento del empleo estable, superávit presupuestario, etc. Con un panorama semejante, y con un electorado más escorado a la izquierda que a la derecha, el Partido Popular se enfrentaría a una derrota segura.

De ahí el nerviosismo justificado de la derecha. Necesitan encontrar frentes de batalla que oscurezcan como sea la decisión ideológica de los votantes. Aunque sea al precio de poner en cuestión el propio sistema con sus dudas repugnantes sobre el 11-M, o con las insinuaciones infundadas sobre el proceso de paz.

Si con estas artimañas consiguieran llegar pronto al poder, volverían a hacer políticas timoratas, porque saben que la ciudadanía, en su mayoría, tal como revelan las encuestas desde hace muchos años, sigue queriendo políticas que aumenten la igualdad y que incrementen las oportunidades de los más desfavorecidos.

Ese es el drama de la derecha en un país con un electorado más favorable a la izquierda: en el poder tiene que hacer políticas moderadas, y en la oposición no puede ofrecer alternativas suficientemente atractivas. Su única oportunidad consiste en desgastar al Gobierno en temas que no sean de naturaleza ideológica.

En 1996 lo consiguieron. Entonces, el zafarrancho mediático y político que se montó en torno al GAL y a la corrupción tenía una base cierta tras casi quince años de gobierno socialista. Ahora, en cambio, no tienen adónde agarrarse. Las teorías conspirativas de unos chalados y los obstáculos a un proceso de paz con amplio respaldo social no servirán en esta ocasión para ganar las elecciones, por mucha furia mediática que se organice.

14.10.06

Memoria, justicia y convivencia

RAMÓN JÁUREGUI | EL PAÍS | 14 / 10 / 2006

¿Es posible o no que la sociedad española de hoy ajuste deudas con su historia sin romper por ello las bases de su convivencia actual y los principios de reconciliación y perdón que presidieron la transición a la democracia a finales de los setenta? Ésta es para mí la cuestión nuclear del debate producido sobre la mal llamada "Memoria Histórica". La abrumadora presencia de la Guerra Civil y de la represión franquista en la memoria de la sociedad española de hoy tiende a despertar las pasiones de las dos Españas machadianas con demasiada frecuencia. La guerra de esquelas de la guerra, publicadas este verano, es una buena muestra de las peligrosas derivas que puede tener este asunto si no lo enfocamos con prudencia y consenso.

Comencemos pues por responder al primer interrogante: ¿hay deudas pendientes? Y aunque las hubiere, ¿debemos abrir la caja de Pandora de tan delicados y apasionados recuerdos? No son pocos ni despreciables los argumentos que recomiendan cubrir estas cuestiones bajo un discreto manto, destacando como único recuerdo histórico el punto y aparte que acordamos en los pactos de la transición. Pero no es menos cierto que han pasado treinta años desde entonces y que todavía golpean a las puertas de nuestras instituciones reivindicaciones justas y razonables. Primero, porque, sin cuestionar la generosidad que impregnó la transición política, la democracia de los ochenta y de los noventa confundió en exceso perdón con olvido, y aunque sucesivos gobiernos democráticos establecieron medidas para restañar las heridas del bando republicano, lo cierto es que millones de españoles, perdedores y sufridores de la contienda y de la represión posterior, lloraron en silencio su imborrable recuerdo, tras el telón de una convivencia reconciliada, a la que perturbaba su simple presencia. Y segundo, porque quedan pendientes muchas causas de justicia para quienes defendieron el Gobierno legítimo del 36. Desde la identificación y localización de fosas comunes a la exhumación de sus restos. Desde la apertura total de archivos para la investigación y la documentación particular hasta el reconocimiento de las enormes injusticias cometidas en juicios sumarios. Incluso golpea también nuestra conciencia democrática, la ausencia de indemnización alguna para quienes encontraron la muerte en los años del tardofranquismo, ejercitando derechos que luego reconoció nuestra Constitución (como por ejemplo los seis obreros muertos por la policía en Vitoria y Basauri en 1976).

La segunda cuestión es capital: ¿cómo debemos abordar este tema de nuestra agenda política y hasta dónde será posible atender estas reivindicaciones? El Gobierno ha decidido hacerlo mediante un proyecto de ley que, intencionadamente, rechaza implantar una determinada "memoria histórica colectiva", que no corresponde a norma alguna y encarga al legislador la protección del derecho a la memoria personal y familiar como expresión de plena ciudadanía democrática. En ese propósito el anteproyecto busca un equilibrio difícil y polémico. Si se declara "el derecho de todos los ciudadanos a la reparación de su memoria personal y familiar", ¿deben incluirse todos los que sufrieron condenas, sanciones o cualquier forma de violencia por razones políticas? Si tal reconocimiento se refiere a la represión franquista, es obvio que afecta sólo a quienes defendieron la legalidad institucional anterior al 18 de julio de 1936 y pretendieron después de la guerra el restablecimiento en España de un régimen democrático. Pero si ese derecho se quiere extender a la Guerra Civil -y en mi opinión así debe ser- resulta obligado reconocerlo también a quienes sufrieron esas mismas circunstancias en el otro bando. ¿Es eso una injusta equidistancia? Más bien creo que sólo así respondemos al espíritu de reconciliación pactada en el que se fundó nuestra transición democrática.

Una reflexión semejante surge de otro de los aspectos polémicos de esta ley. ¿Debemos anular cuantas resoluciones judiciales fueron dictadas en aplicación de legislaciones y de tribunales de excepción? Admito que sería de justicia. Pero, ¿podemos hacerlo sin cuestionar todo el entramado de seguridad jurídica de 40 años de franquismo? ¿Cómo se revisan individualmente miles de sumarios sobre hechos acaecidos en tiempos tan lejanos? Conozco la existencia de opiniones jurídicas fundadas en esa dirección, pero yo creo que eso no es posible a la luz de la doctrina jurisprudencial del Tribunal Constitucional, y en todo caso creo que antes de abrir la vía jurídica para la revisión de miles de esos casos nos lo deberíamos pensar serenamente. ¿Qué consecuencias tendrían las anulaciones? ¿Quién impediría que muchos reclamaran conocimiento de los juzgadores y quizás responsabilidades? Yo creo que el legislador español de 2006 tiene derecho a examinar esta cuestión también desde un punto de vista de oportunidad política, y aquí vuelvo a esgrimir ese patrimonio común que es el espíritu de reencuentro y de concordia de la transición.

La ley pretende la justicia compensando a las víctimas de la guerra y de la represión de un régimen cruel que duró 40 años. ¿Lo consigue? Abiertamente no. Reconocerlo con humildad es necesario, porque esas víctimas merecen el respeto de la verdad. Pero, ¿alguien cree posible hacer justicia plena con las enormes e inmensas consecuencias de aquella tragedia? La ley llega adonde es posible llegar sin menoscabar las bases de nuestra convivencia y ajusta las últimas deudas con nuestra historia sin reabrir la herida que atravesó las entrañas de nuestro pueblo.

La ley es perfectible. Abriremos una ponencia parlamentaria para escuchar. Negociaremos enmiendas y buscaremos el consenso con todos los grupos. Por cierto, última cuestión: ¿será posible un acuerdo también con el PP en este tema? Lo deseamos. Pero les escucho decir, con demasiada frecuencia, que esto es pasado y ya está pagado. Quizás se opongan a la totalidad de la ley acusando al Gobierno y a su presidente de "radicalidad guerracivilista". Me pregunto por qué no es posible una recuperación consensuada de nuestro pasado. ¿No equivale esto a identificarse con una de las dos partes de nuestra historia incivil?

La reconciliación de la transición no nos obliga al olvido. La memoria sin ira, sin afanes vengativos no abre, sino cierra las heridas de la historia. La recuperación personal de nuestra memoria histórica familiar y la compensación consensuada de nuestras deudas con la historia, nos hace más fuertes en los fundamentos de nuestra convivencia.

29.9.06

Las cosas por su nombre.

BERNABÉ LÓPEZ GARCÍA | EL PAÍS | 26/09/2006

Decepción es el sentimiento que asalta al observar cierto viraje dado por el Gobierno en su discurso sobre inmigración. Tras un verano con sondas sobre la posibilidad de voto de los inmigrantes para su efectiva integración, en que se nos ha asegurado el aporte positivo de la inmigración a la riqueza de nuestro país (estudios como el de Caixa Catalunya ligan el incremento en la última década de nuestra riqueza al aporte de los inmigrantes), frustra ver que al final, lo que determina la política gubernamental es el miedo a los miedos de la opinión pública generados por el peso acumulado de tanto informativo con cayucos cargados de subsaharianos y su manipulación por la oposición.
Nuestra memoria es corta. Se fabrica cada día con el último titular que leemos. Así como pretendemos constatar el cambio climático al observar cada mañana el termómetro de nuestro balcón, hemos llegado a obsesionarnos con la "avalancha" inmigratoria de que hablan los periódicos, transformándola en toda una invasión en regla. Pero "avalancha" es una masa grande que se precipita con violencia y estrépito, y en este caso ni la masa es tan grande, ni la violencia se ejerce más que para los propios inmigrantes que sufren o mueren, y el estrépito es sólo el cacareo que hacen algunos.

La inmigración ha alcanzado la cota de las preocupaciones públicas. ¿No la alcanzaría la inseguridad ciudadana si cada mañana viésemos en portada la foto del último butrón, de la última joyería reventada? ¿Quién ha decidido que desde 1992 "la" noticia de cada día del verano sea la última patera o cayuco que llega? ¿Importa realmente el sufrimiento de los que llegan o suscitar una reacción de miedo invasionista?

Se denuncia que los inmigrantes llegados ilegalmente a Canarias en lo que va de 2006 han multiplicado por cuatro los de todo el año anterior. No se dice que sólo son el doble de los que llegaron en 2002 y 2003. Como tampoco que en 2005 se redujeron a menos de la mitad respecto a esos años, por lo que el incremento del año actual hay que verlo en una secuencia más amplia que normalmente se elude por malicia o torpeza.

Inútil tanto discurso de aparente dureza frente a un movimiento imparable, pero de dimensiones, todo hay que decirlo, reducidas. Porque no digamos que 25.000 personas constituyen una avalancha desestabilizadora, inasimilable por 25 países europeos. Decir que no se tolerará la llegada de inmigrantes ilegales y que se prohibirán futuras regularizaciones es tanto como prohibir la primavera. Entristece ver que ninguna voz reclama, ni en aras de la solidaridad ni de la caridad, ni tan siquiera de la compasión, el derecho a que se queden. Y que unas comunidades autónomas regateen con otras por librarse de unas decenas de menores inmigrantes menos. No puede uno por menos recordar el final amargo del Plácido de Berlanga, con su estribillo pesimista: "En esta tierra ya no hay caridad, ni nunca la ha habido ni nunca la habrá".

Es probable que no se ganen elecciones desvelando la verdad de fondo del fenómeno de la inmigración. Reconociendo la necesidad de igualar un poco más el mundo de la miseria y el del despilfarro. Denunciando la responsabilidad de los plutócratas que no invierten en los países africanos y dejando el desarrollo de este continente en manos de una cooperación al desarrollo impotente en su solidaridad caritativa. Pero lo que sí deberían pensar los que gobiernan es que desde luego se pueden perder las elecciones cayendo en la trampa de los demagogos del discurso hipócrita y cínico de la firmeza.

Hace unos meses, cuando a raíz de los "asaltos" a las verjas de Ceuta y Melilla la inmigración africana llamó a nuestras puertas de manera clamorosa, se diseñó un Plan África por parte de nuestra diplomacia. Sus siete objetivos eran el afianzamiento de la democracia, lucha contra la pobreza y por el desarrollo, regulación de los flujos migratorios, una estrategia común europea para el continente más pobre del planeta, fomento de las inversiones, fortalecimiento de la cooperación cultural e incremento de nuestra proyección política y diplomática en África. No es tiempo aún de balance. La conferencia euroafricana sobre inmigración del pasado julio en Rabat tuvo, al menos, el efecto positivo de reconocer que la mejor manera de combatir la inmigración ilegal es crear empleo y oportunidades en África. Pero como desgraciadamente eso no está -del todo- en manos de los gobiernos europeos ni africanos, sino en las de los grandes grupos financieros y económicos que campean por sus respetos acá y allá, las únicas ideas que se manejan son la disuasión, el control de fronteras, la vigilancia de los océanos. Es decir, ponerle puertas al mar.

Crear nuevas embajadas en un continente desatendido por nuestra diplomacia es siempre saludable. Son un instrumento imprescindible para coordinar y canalizar la acción prevista en un ambicioso plan como éste. Pero como nos acordamos de África porque los africanos llaman a nuestras puertas, la aproximación a la cuestión de las migraciones es casi exclusivamente securitaria, estrecha, egoísta y, si cabe decir, mezquina. Pues lo que se resalta es el control de fronteras para impedir las salidas, el logro de acuerdos de readmisión y poco o nada la revisión de nuestras políticas de visados o del excesivo proteccionismo de nuestros productos agrarios que hacen difícil que las poblaciones africanas puedan preferir un día, como señalaba recientemente el presidente senegalés, "ganarse la vida en Senegal mejor que en Europa".

El Gobierno de Portugal acaba de aprobar una ley de inmigración que prevé la creación de visados temporales para los extranjeros que aspiran a un contrato de trabajo. No desconozco la diferencia de peso de la inmigración en nuestros dos países, pero no puedo por menos que congratularme por que se imaginen nuevas fórmulas que impidan el negocio de los negreros. Por eso hubiera sido deseable ver en el Plan África alguna medida en este sentido, para paliar el hecho de que en toda el África subsahariana, para una población de 153 millones, nuestro país haya concedido en 2004 cuatro veces y media menos visados que para Rusia, con una población algo inferior. Estas discriminaciones claman al cielo y uno querría ver que si se despliega nuestra diplomacia por África, sea para que también se mejore un servicio de visados tan torpe, que hace que incluso los hispanistas del norte de África opten por venir a nuestro país con visados franceses y que es capaz de dejar sin visado al rector de la Universidad de Rabat para acudir a inaugurar un curso de verano en Santander.

Bernabé López García es catedrático de Historia del Islam Contemporáneo en la Universidad Autónoma de Madrid.

23.6.06

España no se rompe.

ANTONIO HERNÁNDEZ MANCHA | EL PAÍS | 22/06/2006

Resulta evidente que España no se rompe. Por más que se repita esta frase para advertir de las posibles consecuencias del Estatuto de Cataluña. Y por más que cueste trabajo argumentar contra la frase, dados los defectos teratológicos de que adolece tal Estatuto.

Lo cierto es que la intuición conduce a una conclusión menos pesimista. La intuición conduce a concluir que, pese a todo, España no se rompe.

No sé cómo. Pero sí sé que no se rompe. Por tanto, resultará desmesurada -y por desmesurada, falsa- toda formulación política que parta de tan exagerada aseveración.

La intuición y la razón no se contraponen. La intuición no es incompatible con el razonamiento lógico, ni es de peor condición como camino de acceso a la comprensión de la realidad que el conocimiento lógico, teniendo como tal al razonamiento deductivo.

La lógica, desde Pascal y Henri Bergson hasta la "inteligencia emocional", exige al formular una teoría el respeto a todos los aspectos, no solamente los aspectos deductivos del razonamiento y de la conclusión. Por eso, concluir que de la aprobación del Estatuto de Cataluña resulta -como conclusión inexorable- la ruptura de la unidad de España, es, como decimos, desmesurado, exagerado y absurdo.

Frágil sería la unidad de España, y no merecería ser defendida como un valor superior, si no resistiera el embate de una norma defectuosísima ya en su propia sustancia normativa y arcaica en su inspiración política por su raigambre en un doctrinarismo historicista creado desde la falsedad para servir de coartada a sus formuladores, en el fútil intento de "inventar" ahora una nación que nunca existió antes. Una norma estatutaria inviable en el contexto actual de creación de una unidad europea basada en la supranacionalidad y no en la infranacionalidad regional. Incompatible con las exigencias de una globalización que hace del inglés la lengua vernácula de la humanidad y del castellano la segunda lengua en el hemisferio americano del norte y del sur. Con presencia cultural -y política- pujante, de la mano de la inmigración de procedencia latinoamericana en Europa y en Estados Unidos.

A todo ello se suma el hecho de que esta norma estatutaria, además de ser de mala calidad técnica, es de rango inferior a la Constitución, con lo cual, desde Kelsen, su capacidad de agredir lo que aquélla consagra es nulo.Por esta razón, bien pronto se verá que nuestro Tribunal Constitucional se conformará con algún retoque o maquillaje cosmético al texto estatutario. Respetando de tal modo la voluntad política que subyace en la aprobación mayoritaria, en Madrid y en Cataluña, con fuerte mayoría parlamentaria, aunque con poca emoción refrendataria, de este bodrio.

Lo más seguro en relación con la vigencia de este Estatuto es que empiece pronto a tener problemas de aplicabilidad práctica, como ocurre siempre que se crean leyes desarraigadas de la realidad a la que deberán ser aplicadas. Con lo que "prevalecerán contra su observancia el desuso, la costumbre y la práctica en contrario".

El Estatuto -este Estatuto al menos- pasará. Y España pasará también.

España pasará frente al separatismo catalán y la inviable "nación catalana", pero diluida en los Estados Unidos de Europa, cuando éstos se constituyan. Y a esto segundo, tan deseable como indefectible, le queda todavía, por desgracia, más de un hervor.

Por tanto, apuntalar una estrategia política sobre la base falsa de que "España se rompe" constituye el peor error en que en el día de hoy puede incurrir el Partido Popular. O el PP pone tierra de por medio respecto a los púlpitos predicadores de esta catástrofe de apocalipsis milenarista, o, en su soledad, y en su quijotesca defensa de esa desventurada y débil doncella que al parecer es la unidad nacional, verá alejarse las posibilidades de ganar las próximas elecciones, pese a las facilidades que la errática política del actual Gobierno le está deparando.

Ya hemos dado por perdida una baza que sólo al PP correspondía: la de haber acabado con ETA. No demos por perdida la segunda, que es la reforma de la Constitución. ¿Para qué esta absurda batalla contra la reforma de los Estatutos en cuyo proceso los votos del PP no son necesarios? Nuestras razones deben ser libradas en un reforma constitucional donde la mayoría cualificada hace nuestros votos imprescindibles.

Aznar dijo un día que la reforma de la Constitución "no toca".

Y mantuvo ese planteamiento, en el Consejo de Estado hace unas semanas, pese a que el cambio de situación obligaría lógicamente a revisarlo. Sin embargo, sus epígonos, sin reconsiderar su vigencia, con un incomprensible respeto reverencial, mantienen la vieja posición, como si se tratara de un dogma de fe.

Yo estimo, con todos los respetos, que empecinarnos en la batalla de los Estatutos que tenemos de antemano perdida, como se está viendo -y que perderemos más cuando el Tribunal Constitucional dé luz verde al Estatuto catalán desestimando nuestro recurso-, constituye un error estratégico importante.

Es necesario que Rajoy recupere el centro del ring en el final de ETA. Y es necesario que propugne la reforma constitucional como primer punto de su programa político de cara a las próximas generales, con un texto articulado de nueva Constitución, como proyecto para buscar un consenso, y en el que se explicite el papel que a su juicio debe corresponder al poder del Estado y el que debe corresponder a las Comunidades Autónomas en el siglo XXI. Solamente así puede mantener la coherencia, sin tenerse que morder la lengua cada vez que se le pregunta qué va a hacer con el Estatuto catalán si gana.

Pero para eso hay que dejar de escuchar a los predicadores de la catástrofe ya estén dentro de la casa o fuera de ella. Si no, es imposible, y los que algo hemos contribuido a la creación del Partido Popular contemplaremos estupefactos cómo el actual presidente del Gobierno se alza con el santo de la "pacificación" frente a ETA. Y también con la limosna de la "unión en la pluralidad" de los "pueblos de España".

Y todo ello porque desde esos púlpitos y esos periódicos se ha creado la teoría de que el atentado del 11-M fue debido, en todo o en parte, a ETA, para, como en una segunda edición de la Operación Ogro, abortar la continuidad de Aznar representada por Rajoy. Esta manera de argumentar se revuelve cruelmente contra el PP y contra sus intereses.

Pues, ¿con qué credibilidad puede el PP presumir de haber sido quien acabó con ETA si, al mismo tiempo, le está achacando a ETA la causa de su derrota electoral?

¿Quién hizo cada vez más inhabitable el "santuario francés"? ¿Quién limó los espolones de sus asesinos? ¿Quién si no la tenacidad de Aznar y el acierto de sus ministros del Interior, Oreja, Rajoy y Acebes? Gracias a ellos, hay más de doscientos comandos -asesinos de verdad- detenidos, y ETA lleva ya casi tres años sin ser capaz de matar, conformándose con poner petardos en zonas deshabitadas, cosa que puede hacer cualquiera de los que queman contenedores en las manifestaciones del casco viejo, sin necesidad de entrenamiento en Argelia.

Gracias a Aznar y a sus ministros, ETA está haciendo de la necesidad virtud. Y "regala" como "tregua" su ya obsolescente y decaída capacidad asesina.

El terror islamista, con su fanática eficacia, con el "prestigio aterrorizador" de quienes no respetan la vida ajena pero tampoco la propia, hace, además, que los viejos terroristas de ETA, en su cobarde salvaguardia de la propia integridad, pierdan su eficacia y pierdan su "prestigio" en el manejo del miedo de sus víctimas potenciales.

Una sociedad o le teme a ETA o le teme a los islamistas. Ambos terrores son incompatibles por la propia psicología del miedo. Como son incompatibles un dolor de muelas y un dolor de pies al mismo tiempo, porque sólo se nota el más fuerte. Razón objetiva que hace inviable la continuidad de ETA. Y así, "conceden" la tregua, porque no pueden, aunque quisieran, seguir matando.

Por todo esto, el escenario ha cambiado. Los que fueron fenomenales ministros del Interior con Aznar deben dejar de ser los ministros del Interior que fueron y asumir el nuevo rol que les corresponde, sin dejar que les adoben las heridas con el bálsamo envenenado de la radicalidad y la revancha, que sólo satisface a los incondicionales al tiempo que enajena la confianza de los tibios.

Mariano Rajoy lo ha conseguido, como lo demuestra con sus grandes intervenciones parlamentarias, en las que la mezquina cazurrería de sus oponentes, recurriendo al ardid y a la trampa, no hacen sino enaltecer su virtud y su razón.

Pero flaco servicio le hacen aquellos que -empezando por el propio Aznar-, deseosos de lavar la propia imagen, que consideran manchada por la forma como los sacaron del Gobierno, se niegan a mirar de frente el futuro, empeñados como están en conducir mirando hacia atrás por el espejo retrovisor del 11-M.

De la última entrevista radiofónica de Rajoy extraje la conclusión de que la operación para desmontarle del liderazgo del PP ha comenzado ya. Y que quienes le inducen a radicalizar sus mensajes en el catastrofismo y en el Apocalipsis, acusándole de débil y de acomplejado, aspiran a su defenestración. Creando para ello el caldo de cultivo entre los seguidores del PP para que regrese Aznar a liderar una segunda transición, ante la pretendida insuficiencia del liderazgo del actual presidente del partido.

O Mariano Rajoy reacciona anticipándose o dudo que le dejen ni siquiera comparecer como candidato a las próximas elecciones legislativas.

Antonio Hernández Mancha fue presidente de Alianza Popular.

22.5.06

La estrategia del temor.

SANTIAGO CARRILLO | EL PAÍS | 22/05/2006

En este país, muchas personas de buen juicio contemplan con intranquilidad
el comportamiento estridente y agresivo de los líderes del Partido
Popular. Recuerdan con nostalgia los tiempos de la Transición, cuando la
UCD de Adolfo Suárez ocupaba los escaños de la derecha en el Congreso de
los Diputados. Entonces, tras cerca de cuarenta años de guerra civil y
dictadura, los debates políticos entre personalidades hasta aquel momento
duramente enfrentados -unos venían de la cárcel o el exilio y otros del
poder opresor-, los debates en los que se abordaban problemas de fondo se
mantenían dentro de una gran dignidad, respetando la cortesía
parlamentaria y con la voluntad de superar la fractura entre las dos
Españas. Y todo esto en una sociedad sin la estabilidad social que existe
hoy, en la que se daban las conspiraciones golpistas y de ultraderecha y
en el periodo más álgido del desestabilizador terrorismo de ETA, los GRAPO
y los otros grupos ultras, supervivientes del franquismo.

Hoy, tras cerca de treinta años de libertades, con un amplio ejercicio de
la democracia, cuando la estrategia política de las grandes tendencias de
izquierda o derecha en Europa se encamina a buscar el voto de lo que se
considera corrientemente el centro moderado procurando abrir hacia éste
sus planteamientos y sus programas, en España nos encontramos con una
derecha que los cierra cada vez más, que se arma ideológicamente con ideas
del pasado y cada vez es más bronca, más desafiante. La provocación y la
intolerancia animan casi todas sus intervenciones públicas. Ha convertido
los debates parlamentarios en auténticos escándalos, con un lenguaje
barriobajero y chulapón, amenazando groseramente a todo el que no piense
como ellos. A los ancianos esto nos recuerda cómo se producía en otros
tiempos la derecha que se enfrentaba más radicalmente a la II República.

Y las personas de buen juicio a las que aludo al comienzo de estas líneas
se preguntan ¿qué le pasa a la derecha de la postransición, que en vez de
abrirse hacia el "centro" y modernizarse para lograr mayorías en las
elecciones, se cierra cada vez más y da la impresión de inspirarse en la
derecha de los años treinta del siglo XX? ¿Por qué ese tono bronco y de
amenaza que resucita fantasmas del pasado? ¿Cómo Rajoy, que daba la
impresión de ser más moderado, adopta el tono de los Acebes, Zaplana y
otros Pujalte? ¿Cómo Manuel Fraga consigue ser uno de los líderes del PP
más moderados y más actuales, pese a su edad y pasado? ¿Acaso el PP ha
renunciado a atraer a los moderados que a veces pueden decidir la mayoría
de unas elecciones y asume el papel de una oposición que se siente tan
cómodo protestando que no desea volver al Poder?

Reflexionando sobre esta absurda situación se llega a la conclusión de que
los líderes del PP no es que hayan renunciado al voto moderado de centro,
ni a volver al Poder. Lo buscan, pero por caminos distintos a los que
utiliza la derecha en las otras democracias europeas. Parecen pensar que a
causa de la memoria de la guerra civil, "España es diferente"; han optado
por lo que yo llamaría la estrategia del miedo.

Actúan como si creyeran que a los moderados se les puede ganar también, no
con posiciones modernas de apertura, sino enviándoles el mensaje
siguiente: "Nosotros tenemos la llave de la paz y el orden en este país.
Si nos apoyáis, os la aseguraremos desde el Poder. Si no lo hacéis,
podemos armar la marimorena, somos capaces de impedir la estabilidad
democrática y de volver a las andadas. La única España posible es la que
nos gusta a nosotros".

Piensan que con este mensaje pueden arrugar y atemorizar a los sectores
moderados en los que todavía está vivo el recuerdo de la guerra civil y
disponerlos a su favor como representantes del mal menor. Creen que aún
puede explotarse el miedo de algunos sectores traumatizados por el pasado.
En último caso, estiman, si esta estrategia no les alcanza para ganar
elecciones, les basta para conservar el voto de una todavía impor

-tante minoría de derechas que les permita seguir siendo el segundo
partido en la oposición. Obsérvese que en España carecen de importancia
electoral y no pasan de la categoría de grupúsculos las organizaciones de
ultraderecha que en otros países europeos han adquirido un peso electoral.
Con la estrategia del miedo, el PP sigue conservando la adscripción de
esos sectores.

¿Tiene futuro esta estrategia? ¿Ha cambiado tan poco España, tras la
transición, que el miedo sigue siendo un factor tan importante como para
determinar la política en nuestro país?

Si examinamos las encuestas publicadas en los últimos tiempos, vemos que
muchos de sus electores en las últimas generales se posicionan frente a
aspectos importantes de su política obstruccionista. Lo que indica que
ésta no sólo no les ayuda a ganar nuevos votantes, sino que les va
haciendo perder parte de los que tenían. Y un conservador con mentalidad
europea -y en España comienza a haberlos- puede llegar a plantearse: "Este
PP, con la orientación que hoy lleva, ¿puede seguir siendo el instrumento
adecuado para la defensa de la estabilidad política y social a la altura
en que está hoy mi país?".

En el pasado fracasaron dos experiencias no idénticas de crear nuevos
partidos burgueses, de tipo más europeo y más moderno, que superaban las
estrecheces y dogmatismos retrógrados del conservadurismo tradicional
español. Uno fue el Centro Democrático y Social de Adolfo Suárez; otro,
que no llegó a pasar nunca de proyecto y que parecía apoyar al menos una
parte de la banca española, lo personalizaron los Sres. Roca Junyent y
Antonio Garrigues Walker, que a mi entender nunca se entregaron a fondo a
la tarea.

El escaso éxito de aquellas iniciativas puede estar relacionado también
con el fondo liberal de la política del Gobierno de Felipe González, que
había tenido el apoyo electoral no sólo de la izquierda, sino de muchas
gentes de centro, a las que la imagen del PP hacía temer un retroceso en
los avances democráticos de la transición. Éste es un dato que debería
hacer pensar al PP: en el 82, cuando el factor miedo tenía todavía un peso
considerable, los electores temieron más un triunfo de la derecha y dieron
la mayoría absoluta al PSOE de Felipe González. El mérito de Fraga, jefe
de la oposición de derechas en ese periodo, fue asimilar la lección de las
elecciones del 82, no consentir que el ascenso de Alianza Popular se le
subiera a la cabeza y practicar la leal oposición a su majestad
manteniendo una conducta parlamentaria que le permitió influir
poderosamente en la labor del Gobierno.

Han pasado bastantes años, crecido nuevas generaciones ya en la
democracia, y yo supongo que en el electorado de este país se han
acendrado los valores de libertad y de progreso. Subsisten sin duda en la
creencia de muchos españoles residuos de una subcultura anticatalana,
sembrados hace ya muchos años por las clases dominantes españolas. Y el
terrorismo etarra probablemente perturbe la percepción de reivindicaciones
nacionales vascas. Pero por encima de esto existe un sentimiento más
general: que ninguno de los problemas políticos, territoriales u otros,
justificarían nunca un nuevo enfrentamiento civil y que las diferencias
sólo deben resolverse por caminos democráticos.

El espectáculo que el PP está dando en el Parlamento levanta la duda entre
un número cada vez mayor de españoles de si el PP, bajo su dirección
actual, es verdaderamente un partido parlamentario y democrático. Cada vez
va a ser también mayor la duda de si las fuerzas económicas solventes, los
conservadores que han aceptado el juego democrático, puedan sentirse
representados por gentes como Pujalte, Acebes, Zaplana y comparsas.

El PP está dejando vacío el espacio que debería ocupar un partido
conservador serio y moderno.

Habrá quien se pregunte cómo a mí desde la izquierda, con mi connotación
de rojo, me preocupa tanto la deriva del PP. La respuesta es simple: si
bien es cierto que este sistema en que vivimos está lejos de colmar mis
aspiraciones ideales, me importa mucho la conservación y consolidación de
las libertades democráticas alcanzadas hasta el día de hoy. Y querría
tener la seguridad de que ninguna de las alternativas de gobierno normales
en democracia encierra el riesgo de recortarlas o incluso perderlas.

Santiago Carrillo, ex secretario general del PCE, es comentarista político.

5.5.06

El triunfo del populismo petrolero.

La ola populista latinoamericana ha sorprendido a EE UU. La izquierda tradicional se ve también atrapada entre la rivalidad con Washington y las dudas sobre los nuevos líderes

JOSÉ MANUEL CALVO | EL PAÍS | 02/05/2006

En casi todas las elecciones celebradas en Latinoamérica en los últimos meses, los triunfadores se distancian de Estados Unidos. En ocasiones, son elegidos precisamente por distanciarse: la impopularidad de los estadounidenses -no sólo de su presidente- alcanza niveles extraordinarios. Washington, con Latinoamérica fuera del radar de sus prioridades, empieza a darse cuenta del alboroto en el patio trasero. La clase política, a pesar de su habitual ensimismamiento, ya tiene otros nombres que añadir al de Fidel Castro. "¿Cuánto tiempo hacía que todo el mundo en Washington conocía el nombre de un presidente de Bolivia?", bromeó la semana pasada Cynthia Arnson, directora de Latinoamérica del Wilson Center -un lugar de encuentro entre políticos y expertos-, en un debate sobre el futuro de las relaciones entre EE UU y América Latina.
"Para los que, como yo, queremos que haya una mayor atención hacia Latinoamérica, Chávez es una bendición", dijo Richard Feinberg, que se ocupó de Asuntos Interamericanos en la Casa Blanca de Clinton.

Estados Unidos -que, para ser justos, ya había descubierto las virtudes de Lula da Silva en Brasil y de Ricardo Lagos en Chile- se da cuenta de lo obvio: los nuevos líderes en la región están, con un puñado de excepciones, al frente de gobiernos de izquierda o populistas. Y que Fidel Castro, del que ya sólo se hablaba en el Estado de Florida en época electoral, va a cumplir 80 años con nuevos amigos que le felicitan. "¡El mapa está cambiando!", dijo el presidente cubano al recibir al victorioso Evo Morales, llegado a La Habana en el avión privado del comandante.

Cuba no es hoy "modelo para ningún país latinoamericano", como escribe el ex presidente brasileño Fernando Henrique Cardoso en sus memorias. Y a pesar de la preocupación que despierta el presidente venezolano, Hugo Chávez, en el Pentágono y entre algunos congresistas, "tampoco Chávez es un modelo en Latinoamérica, no hay que sobreestimar su influencia", en opinión de Feinberg; que sí cree que tratará de ayudar al candidato sandinista y ex presidente, Daniel Ortega, en las elecciones de noviembre en Nicaragua.

Álvaro Vargas Llosa, director del Centro para la Prosperidad Global de Washington, cree que el Gobierno ha empezado a despertar ante la oleada populista y de izquierdas: "Han entendido que algo está pasando y sospechan que puede tener consecuencias más adelante si no le prestan un poco de atención. No creo que tengan muy claro qué es lo que quieren hacer ni tampoco hablaría de una política muy bien estructurada, pero sí hay ya atención".

Puede haberla, pero faltan otras cosas: "El único instrumento de política exterior estadounidense en la región es el comercio", dijo en el debate del Wilson Center el economista de Harvard Ricardo Hausmann, y "me temo", añadió, "que, dólar por dólar, Venezuela tiene mucha más capacidad de subsidiar a sus amigos que EE UU". Hay cambios importantes en Latinoamérica, y muchos de esos cambios aún no están claros, añadió Hausmann; EE UU debería tomar partido, debería intervenir, pero "este país tiene a un presidente 'lame duck' [literalmente, 'pato cojo', expresión que describe la inoperancia de los líderes en la fase final de su último mandato] para los tres próximos años, y van a pasar pocas cosas".

Pasen o no, ¿el populismo es un problema para el Gobierno de Bush? Cualquiera lo diría, pero Tom Shannon, secretario de Estado adjunto para el Hemisferio, matiza: "No necesariamente, y siento no tener una mejor respuesta. Es un fenómeno natural en los sistemas con instituciones que no pueden dar salida al crecimiento de la expresión popular. En Venezuela, Bolivia, Perú o Ecuador los conflictos se han canalizado a través de las instituciones democráticas, y las instituciones han tenido problemas para contenerlos y darles salida. El populismo emerge como resultado de la debilidad de las instituciones".

Pero Adam Isacson, especialista en Latinoamérica del Center for International Policy, señala que los documentos que utiliza el Comando Sur del Ejército de EE UU y las agencias de seguridad con responsabilidad en América Latina cuando quieren reclamar más atención para Latinoamérica "hablan del populismo y del hecho de que hay grandes extensiones de territorio sin control que pueden ser ocupadas por grupos terroristas, y hablan del narcotráfico y del crimen organizado".

Shannon, que recuerda que también en la historia de EE UU ha habido populismo, insiste: "Es algo natural en las democracias con instituciones débiles; lo que tenemos que hacer es reforzar esas instituciones". A veces, añade, "en Latinoamérica y en otras partes, los políticos populistas o los que llegan al poder por la quiebra de las instituciones tienen lo que podría llamarse la tentación autoritaria. Lo que nos interesa es apoyar la democracia y buscar la forma de que estos líderes no caigan en la tentación autoritaria".

Roberto Álvarez, embajador de la República Dominicana ante la OEA y empresario, hace autocrítica sobre los vacíos políticos que en ocasiones llenan las corrientes populistas: "¿Los latinoamericanos hemos hecho lo suficiente frente a Estados Unidos? La respuesta es un rotundo no. No hemos sabido negociar, no hemos sabido hacer que nos tomen en serio. El caso de México, entre 2001 y 2003 y bajo el liderazgo del canciller Castañeda, fue una excepción. No tenemos la solidez de las instituciones y la seriedad y continuidad de los funcionarios. Si lo tuviéramos, sabríamos cómo negociar con el Congreso y con el Ejecutivo de Estados Unidos".

Lo que le preocupa al ex presidente de Colombia Andrés Pastrana del populismo tiene que ver con "las expectativas tan grandes que genera. Si eres un político común y corriente, como hemos sido todos, y llegas al Gobierno, puede que no cumplas todo lo que prometas: dije que iba a hacer 10 hospitales e hice 8, dije que iba a hacer 20 colegios e hice 15, que iba a hacer X e hice Y... La historia me criticará y dirá, Pastrana pasó por aquí y no cumplió con lo prometido. Pero la gente se refleja en los líderes populistas, y cuando llegan al poder, el que le votó piensa: 'Este hombre es como yo y, por tanto, va a resolver mis problemas'. Si no se resuelven, no hay sólo desilusión: hay desesperanza. Con un político puede haber desilusión; cuando se juega con otras cosas, hay desesperanza. Y ahí es donde uno dice: qué es lo que va a pasar, hacia dónde vamos a ir...".

Jorge G. Castañeda, ex canciller de México, dice que se equivocan los que todavía creen que Chávez puede ser identificado con la izquierda: "Es un error. Creo que él puede responder a causas que son banderas de las izquierdas, pero no a realidades. Creo que la política de Chávez es gastar el dinero del petróleo. Cuando se acabe ese dinero, ¿qué va a hacer? No hay nada ahí: no hay una política social, no hay una política internacional, no hay una política económica.... No hay nada. Lo único que hay es muchísima plata, porque hay mucho petróleo".

Roberto Álvarez coincide: "Éste es un populismo que tiene un nombre muy claro; Hugo Chávez, y junto al nombre, una etiqueta: el petróleo. Sin el petróleo, este populismo no tendría piernas para levantarse, como dicen los gringos".

Pastrana tiene una receta para contrarrestar ese efecto: "Cuando me piden consejos en Washington, les digo: 'Ustedes deben tener la misma política de Chávez, una política energética y de ayuda a la región. Si él está presente es porque está dando petróleo. ¿Cuánto le costó a Estados Unidos la crisis del tequila? ¿Treinta, cuarenta, cincuenta mil millones? ¿Cuánto le costaría tener un fondo de ayuda? Yo creo que muy poco; México está dispuesto, Centroamérica también, Colombia también... Hacen falta recursos y hace falta política".

Para Isacson, al Gobierno de Bush le va a ser difícil cualquier política diferente a la de contener a Chávez. "Lo que no se debe hacer es repetir lo de Castro, que ha sobrevivido manejando a EE UU como una amenaza para desviar la atención de sus problemas internos". En el Departamento de Estado, añade, "distinguen entre Chávez y los demás; por eso se habla de Lula como modelo y por eso se relacionan con Evo. Creo que es la única opción que tienen, porque no va a haber una nueva Alianza para el Progreso; no hay dinero para comprar los corazones y las mentes del pueblo latinoamericano. Estamos en un déficit de más del 4% del PIB. Hasta la ayuda antidroga se está recortando en Bolivia, Perú y Ecuador. Y Colombia sufrirá recortes en unos pocos años".

En otra dimensión, una de las claves de las críticas a EE UU es económica y social. Latinoamérica pasa por ser la zona del mundo con mayores desigualdades sociales. Para Isacson, "el enfado que hay hacia EE UU no tiene que ver sólo con la historia de intervenciones y la doctrina Monroe, sino con la política económica del consenso de Washington, que tal vez ha servido para el crecimiento económico, pero es un crecimiento que no ha llegado a la gente: hay altas tasas de pobreza, el desempleo no ha bajado... La gente culpa a EE UU del fracaso de ese modelo. Aunque en muchos casos, los problemas están en otro lado: en la corrupción, con frecuencia; en la ineficacia de las privatizaciones... pero el hecho es que se identifica con el país aquella receta que se utilizó como molde para todos. ¿Estamos entonces en el disenso de Washington? ¡Exacto! Se está desarrollando otro consenso, y en esta ocasión está, políticamente, muy lejos de Washington".

Ésa es una percepción muy extendida, a pesar de que, en opinión de Roberto Álvarez, "los modelos de la liberalización y privatización, que se consideran agotados, no se aplicaron bien en muchos casos. El esfuerzo para reducir la corrupción, para fortalecer las instituciones y aumentar la eficacia en los beneficios del proceso democrático, el cumplimiento de las leyes, la mejor distribución de la riqueza... todo esto tenía que acompañar a las otras medidas, pero no marcharon a la par unas con otras. Y hoy tenemos supuestamente el agotamiento de un modelo que nunca se llegó a aplicar debidamente".

En todo caso, las desigualdades y la pobreza están ahí. Y "la combinación de desigualdad y democracia suele causar en todas partes desplazamientos hacia la izquierda", escribe Jorge G. Castañeda en Foreign Affairs, en un artículo en el que explica que no hay una izquierda latinoamericana, sino dos: "Una es moderna, abierta, reformista e internacionalista, y, paradójicamente, procede de la izquierda dura del pasado; la otra, que nace de la gran tradición del populismo latinoamericano, es nacionalista, estridente y estrecha de miras. La primera es consciente de sus pasados errores, y, en consecuencia, ha cambiado. La segunda, desgraciadamente, no". Y hará daño, porque "la izquierda populista ama más el poder que la democracia, y luchará para conservarlo a toda costa". El populismo "ha sido tradicionalmente desastroso para América Latina, y no hay razón para suponer que dejará de serlo en el futuro".

A quien más perjudica el populismo es a la izquierda, asegura Vargas Llosa, que cree que Washington debe tomar nota: "Lula, en Brasil, lo ve con mucha claridad y por eso mantiene a raya a Chávez y presiona a Evo Morales. La batalla más fascinante que se da hoy en América Latina es entre la izquierda moderada y la populista. Si EE UU lo entiende y juega sus cartas inteligentemente, puede hacer algunos progresos". En su opinión, ya hay un esbozo de otra política en el Gobierno estadounidense: "Cuando hablo con ellos, mi impresión es que han decidido cambiar de táctica frente a Chávez. Quieren tratar de aislarlo o de minimizar el impacto del populismo radical estableciendo alianzas o acercamientos con la izquierda moderada. La de Lagos y Bachelet en Chile, la de Lula en Brasil, la de Tabaré Vázquez en Uruguay... Incluso se nota en el caso de Bolivia, donde han reaccionado frente a Evo Morales con menos hostilidad de la que cabía esperar, con la llamada de felicitación del presidente Bush, con visitas, con reuniones... Es lo mismo: no hostilizar a Morales, no arrinconarlo, evitar que caiga en brazos de Chávez".

Shannon lo cuenta así: "Durante mucho tiempo tuvimos muy buenas relaciones con Venezuela, en todos los capítulos. Debido a que Venezuela, a diferencia de muchos países de la región, es constitucionalmente una democracia desde 1958, teníamos un diálogo político muy desarrollado y profundo. Esta relación, obviamente, ha sufrido. Pero, teniendo esa historia en cuenta y dada la creciente importancia de las relaciones energéticas, para nosotros sería ridículo tratar de aislar a Venezuela".

Lo que tiene que entender Washington es "que la política exterior no puede ser maniquea, primero, y segundo, que los problemas de América Latina tendrán que resolverse allí", dice Arturo Valenzuela, director del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Georgetown, y que EE UU, como aliado y como país con muchos intereses en la región, "debe ayudar a facilitar soluciones, pero no necesariamente tratar de hegemonizarlas, porque, mal que mal, le sale el tiro por la culata".

Uno de esos tiros tiene que ver con las tensiones que crea en la zona la hasta ahora estricta política de exigir la aplicación del ASPA, la ley que prevé la suspensión de la cooperación militar con los países miembros de la Corte Penal Internacional que se nieguen a firmar acuerdos bilaterales con EE UU para garantizar inmunidad a sus soldados. Doce países tienen suspendida la cooperación militar con el Pentágono, y Chile -con lo que eso supone- podría ser el siguiente en cuanto ratifique el tratado que creó la Corte. "Es un tema que preocupa a los dos partidos, al Pentágono y al Departamento de Estado; el problema está en la Casa Blanca, en la oficina del vicepresidente y en el Consejo Nacional de Seguridad. Ahí empujaron para hacer esa ley y ahora no quieren suavizar las sanciones. Confío en que haya un arreglo en el Congreso", señala Isacson.

Problemas del unilateralismo, lamentos latinoamericanos por la ausencia de una política global sobre la región, quejas de relaciones de baja intensidad... Pero no es relación lo que falta en muchos otros ámbitos. "Nunca ha sido mayor la emigración de latinoamericanos a EE UU, y los envíos de los emigrantes son ya casi 50.000 millones de dólares anuales. Hay un alto porcentaje de latinoamericanos que saben que su sustento tiene relación directa con EE UU", señala Vargas Llosa. Y Valenzuela apunta otra dimensión: "Hay que tener cuidado cuando se dice que hay una crisis en la relación entre EE UU y América Latina. Las relaciones son enormes y van mucho más allá de lo oficial. A veces, estamos tan pendientes de lo diplomático, de lo oficial, que nos olvidamos de la enorme interacción a tantísimos niveles que existe, desde los aspectos culturales hasta el fenómeno de la inmigración, una cantidad que es el doble de toda la ayuda externa de EE UU en el mundo. Y es también el cine, los deportes, el béisbol... Uno va a Monterrey, en México, y se pregunta si está en Tejas, y viceversa. Yo acabo de estar en Venezuela, con un proyecto de acercamiento entre congresistas de allá y demócratas y republicanos de EE UU, y en uno de los momentos difíciles de los encuentros, de repente, armaron un partido de béisbol y fue fantástico. El béisbol no lo entienden en España, pero se entiende en Venezuela, en Nicaragua, en Panamá, en Cuba...".

EE UU pierde América Latina.

Abrumado por su despliegue en otras regiones y con un Gobierno desprestigiado, EE UU parece perder el control de su propio continente. Algunos testimonios así lo sugieren

JOSÉ MANUEL CALVO | EL PAÍS | 01/05/2006

Mientras EE UU no miraba, Latinoamérica se desplazó hacia la izquierda. Hacia la izquierda clásica y hacia el populismo, que para algunos es izquierda. La conmoción del 11-S facilitó un abandono que venía de lejos: EE UU se olvidó de su patio trasero, primero porque la URSS dejó de existir y después, porque Al Qaeda no instaló sus campamentos en el Amazonas. Ahora, la política exterior unilateral de Washington y la guerra de Irak, unidas a la decepción causada por las expectativas del intento de liberalización bautizado como el "consenso de Washington", se han combinado para crear una opinión pública latinoamericana extremadamente crítica con EE UU. Nunca como en estos momentos, según observadores de todas las tendencias, las dos orillas del Río Grande -el río Bravo del Norte, para los mexicanos- han estado tan alejadas.
¿Está perdiendo EE UU a Latinoamérica? Y, si fuera así, ¿debería ser un motivo de preocupación? ¿Qué relación hay entre la superpotencia y el resto de los países con los que comparte el hemisferio americano? ¿Qué va a hacer el Departamento de Estado -y la izquierda tradicional- con la marea populista y con Hugo Chávez? Washington es un observatorio privilegiado para encontrar respuestas entre los que hacen la política estadounidense, sus interlocutores -primeras figuras en las embajadas o dirigentes que viajan con frecuencia a la capital norteamericana- y los expertos de las instituciones y los centros de análisis.

Desde las ventanas del Departamento de Estado, en Washington, sólo se divisan dos Gobiernos muy amigos al sur del Río Grande: Colombia (con presidenciales el 28 de mayo) y El Salvador. Con otros como Brasil (elecciones en octubre), Argentina, Chile y Uruguay, que tienen ejecutivos de la izquierda clásica o sui géneris, hay buenas relaciones, pero no sintonía completa. El resto se divide entre los que tienen Gobiernos populistas -hostiles, como el de Hugo Chávez en Venezuela, con elecciones en diciembre, o recién elegidos, como el de Evo Morales en Bolivia- y los que pueden tenerlos, con matices, como Perú (segunda vuelta electoral el 28 de mayo, entre Alan García y Ollanta Humala), México (elecciones en julio), Ecuador (octubre) y Nicaragua (noviembre), entre otros.

En la calle latinoamericana, con más de 500 millones de habitantes, el 60% tiene una opinión negativa de EE UU; sólo el 34% confía en el liderazgo de Washington, según el Latinobarómetro. La visión positiva de EE UU en Brasil pasó del 56% del año 2000 al 34% en 2003, según el Pew Center; el 71% de los latinoamericanos creen positivo que EE UU se sintiera vulnerable el 11-S.

"Lo que está pasando es grave. Si ibas a América Latina en los sesenta, tú encontrabas cantidad de Gobiernos con sentimientos antiamericanos. Hoy son los pueblos los que los tienen", dice Andrés Pastrana, ex presidente de Colombia y embajador en Washington. Su país es una excepción a la regla del aislamiento de EE UU en Iberoamérica, y lo que él piensa y dice a los estadounidenses cuando le piden su opinión y sus recomendaciones les importa, por su perfil y porque es un amigo: "Yo creo que ellos no lo han medido, y tú estás viendo el reflejo en muchas cosas; hay un abandono en temas que son fundamentales".

Jorge G. Castañeda, ex canciller de México y uno de los políticos más capaces y mejor situados para analizar estas relaciones, cree que hay una situación nueva: "Nunca, en todos mis años en la política, recuerdo tantas críticas a EE UU como ahora en Latinoamérica. Ni cuando los conflictos de Cuba, en los sesenta, ni siquiera en los ochenta, con las guerras centroamericanas, había el grado de sentimiento antiamericano que hay en todos los países de América Latina, en la opinión pública y en los Gobiernos. ¡Lula es el amigo de EE UU en Brasil! ¡El resto del país está a su izquierda!".

Roberto Álvarez, embajador de la República Dominicana ante la Organización de Estados Americanos (OEA) y empresario, se une a estas voces. "En los niveles políticos altos, EE UU tiene un escaso nivel de atención hacia Latinoamérica, aunque eso no es nada nuevo".

"EE UU ha perdido un cierto liderazgo moral y político", apunta Arturo Valenzuela, director del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Georgetown, que cree que el distanciamiento se debe "no tanto al descuido de EE UU, que existe, sino a las diferencias que ha habido con la política exterior de Bush". Valenzuela, que fue asesor de Clinton para Asuntos Interamericanos, cree que "había una relación de confianza, de cierto entendimiento, y mucho de ello se ha perdido".

Washington debería estar preocupado, considera Adam Isacson, especialista en Latinoamérica del Center for Internacional Policy: "No sólo la mayoría de los líderes no están muy entusiasmados con EE UU, sino que, de hecho, están siendo elegidos, en parte, por sus palabras contra EE UU. Y es grave que el antiamericanismo ayude a alguien a ser elegido".

Eso es exactamente lo que argumenta Castañeda, que cree que el antiamericanismo encierra peligros: "Sí, porque obliga a los Gobiernos a ser antiamericanos, y al obligarles a serlo, se vuelve un círculo vicioso: ellos tienen que ser antiamericanos, porque la opinión pública lo es; y la opinión pública se vuelve aún más antiamericana porque los Gobiernos lo son, y tienen más conflictos con EE UU".

¿Por qué Washington se olvidó de su patio trasero? Álvaro Vargas Llosa, que dirige el Centro para la Prosperidad Global en The Independent Institute, explica así la desaparición de Latinoamérica: "Los atentados del 11-S juegan un papel muy importante; después, en la guerra contra el terror, América Latina es un escenario bastante irrelevante. Pero hubo otros factores: luego de la ola de reformas de los noventa, mal llamadas neoliberales y que se asocian con el 'consenso de Washington', hubo una etapa de parálisis total: la recesión mundial del 98, la crisis financiera... y en Iberoamérica se detuvieron las reformas. Esto pilló por sorpresa a EE UU, que no entendió muy bien qué pasaba. De algún modo, alborotó la brújula que Washington tenía para Latinoamérica y contribuyó a esa especie de inhibición. Todo eso hizo que saliéramos un poco del radar gringo".

"Si Chávez fuera un dirigente musulmán, lo que dice sería noticia de primera página; pero, como habla en español, todo el mundo bosteza", escribió en The Daily Telegraph el profesor Niall Ferguson, escandalizado por "la extraña indiferencia" de EE UU hacia la región, cuando allí está "el 8,5% de las reservas de petróleo del mundo", en un momento en el que "las políticas populistas garantizan problemas y pueden violar derechos políticos y de propiedad" y cuando "el 42% de la inmigración que recibe EE UU viene de Latinoamérica".

EE UU debería prestar más atención a Latinoamérica, reclaman, en definitiva, voces distintas. "En una situación ideal, sí, debería, pero si tenemos en cuenta ciertas realidades políticas, después de Afganistán e Irak, y económicas, como el estado del presupuesto, es fácil ver que en la práctica, no somos capaces de tener una relación más profunda y gastar más dinero en Latinoamérica", responde Carl Meacham, que se encarga de la política latinoamericana del senador Richard Lugar, presidente del Comité de Relaciones Internacionales.

En algunas áreas, asegura Meacham, se hacen bien las cosas, y en otras, no tan bien. "Lo hacemos bien en el comercio: hay tratados con México -dentro del TLC-, con Centroamérica, con Chile, recién firmados con Perú y Colombia, y Uruguay quiere otro. Pero en la política no tenemos la misma llegada y la misma influencia de hace diez años. Y eso no es bueno. Es malo para EE UU y es malo para el hemisferio: nos podríamos beneficiar todos si hubiera más relaciones".

Da la impresión de que eso tendrá que esperar. A corto plazo, dice con crudeza Adam Isacson, América Latina no va a ser una prioridad para EE UU "porque allí no están muriendo 20 soldados por semana, ni acaban de elegir a Hamás, ni hay programas de desarrollo de armas nucleares".

La secretaria de Estado, Condoleezza Rice, ha corregido en parte el descuido de su antecesor -explicable, porque a Colin Powell le tocó el 11-S, las guerras y el unilateralismo- y viaja con cierta frecuencia a la zona. En 2005 tuvo cintura suficiente -después de pedir el consejo de grandes expertos en la región como Enrique Iglesias, actual secretario general de las Cumbres Iberoamericanas- como para corregir el error inicial de no respaldar a un candidato de consenso a la secretaría general de la OEA; después de ir a Santiago y ver a José Miguel Insulza, Rice rectificó. Hace dos semanas, habló en Chicago de América Latina para celebrar la democratización del hemisferio: de una región que exportó al mundo términos como "golpe" o "junta militar" se ha pasado a una comunidad democrática de naciones, con la excepción de Cuba, dijo: "Hay 34 democracias en América Latina; es un dato que habla por sí mismo". EE UU, añadió, no tiene ningún problema con los Gobiernos de izquierdas: "Tenemos muy buenas relaciones con Chile, excelentes relaciones con Brasil, buenas relaciones con Argentina...".

Tom Shannon, secretario de Estado adjunto para el Hemisferio, es un pragmático al que Rice encargó centrar la política latinoamericana después de sus dos antecesores, Otto Reich y Roger Noriega, representantes del ala dura e ideológica de la Administración: "Al tratar con los dirigentes, de derechas, de izquierdas o populistas", explica, "buscamos un compromiso con la democracia, con los derechos humanos, con el respeto a las libertades fundamentales".

"Tom Shannon trabajó conmigo en la Casa Blanca. Está preparado, es una persona de una gran sensibilidad hacia la región, está casado con una guatemalteca... Seguro que funcionará bien al hablar con Evo Morales, porque conoce los temas y es un gran diplomático. El asunto es saber si puede liderar una política más sofisticada sin que se le dispare la Casa Blanca", dice Arturo Valenzuela, que responde así a la pregunta de si, además de los principios generales de comercio y apoyo a la democracia, EE UU debería tener una política para Latinoamérica: "Sin duda. Parte de los problemas vienen de que EE UU ve los retos como temas bilaterales, sin darse cuenta de dos cosas: que los países tienen interacciones entre ellos, y por tanto cualquier relación de EE UU con uno afecta a la relación con los otros, y que EE UU puede avanzar sus intereses regionales teniendo buenas relaciones globales".

"Es malo que EE UU no tenga una política para el hemisferio". Andrés Pastrana, presidente entre 1998 y 2002, tiene gran entrada en la Casa Blanca y en el Congreso, como tuvo su antecesor, Luís Alberto Moreno, ahora presidente del Banco Interamericano de Desarrollo. El embajador señala que Colombia "es hoy un país con más seguridad y tranquilidad, y eso en parte se le abona a la ayuda que nos ha dado EE UU. Es una política bipartidista de continuidad con programas iniciados hace siete años, el Plan Colombia y el Tratado de Libre Comercio. Por eso EE UU es un país que todavía tiene credibilidad y afecto en la población de Colombia, porque se ha visto que cuando los hemos necesitado realmente, nos han ayudado". A pesar de esto, "y a pesar de que nos han tendido la mano, el problema es que en EE UU no hay una política hacia América Latina. Clinton jugó con nosotros cartas importantes; cuando llegó Bush, creímos que América Latina iba a volver al escenario político, pero el 11 de septiembre nos liquidó; desaparecimos del mapa. Ahora, con poco que haga, EE UU podría volver a atraer a sus aliados y amigos".

Entre los norteamericanos está más extendida la idea de que EE UU no puede tener una política latinoamericana, porque hay muchas situaciones diferentes. "Las políticas deben acomodarse a cada país, a cada situación; no sirven las generalizaciones", argumentó en un reciente debate en el Wilson Center sobre EE UU y Latinoamérica el profesor Richard Feinberg, que se ocupó de asuntos Interamericanos en el Gobierno de Clinton. En el debate, Bob Davis, corresponsal para Latinoamérica de The Wall Street Journal -"tengo ese puesto", bromeó, "y resido en Washington: creo que eso dice mucho de cómo nuestro periódico, y nuestro Gobierno, se ocupan de la región"- defendió la idea de que la indiferencia o inhibición, "que a veces es miedo a intervenir para no provocar una reacción en contra", cambiarán "cuando Latinoamérica crezca económicamente más de lo que lo está haciendo. Hasta entonces, habrá poca atención". En el mismo diario, la agresiva e informada Mary Anastasia O'Grady negó recientemente que Bush preste poca atención a Latinoamérica: "Los males de la región son asuntos de política nacional que sólo los nacionales de cada país pueden resolver".

"No tiene por qué haber una política latinoamericana, tiene que haber una país por país; la región tiene 35 países, todos diferentes. Tener una misma política supondría emplear el mismo juego de instrumentos para México que para Chile, para Brasil que para Honduras; no tiene sentido", coincide Otto Reich, responsable de Latinoamérica en el Departamento de Estado y la Casa Blanca entre 2002 y 2004. Reich asegura que EE UU no teme a la izquierda: "Me acuerdo hace cuatro años: todo el mundo me preguntaba qué íbamos a hacer si ganaba 'el ultraizquierdista' Lula da Silva en Brasil... ¿Cómo iba a manejar EE UU las relaciones con la economía más grande de América Latina, con un amigo de Fidel, un marxista, que había organizado el Foro de São Paulo? Imagínese, se caía el cielo. ¿Y cuál fue el resultado? Pues que Lula resultó ser una persona inteligente, centrista, por supuesto con un programa social de centroizquierda, que es apoyado por EE UU; Bush ha recibido a Lula en Washington y le ha visitado en Brasilia. O sea que un presidente de izquierdas no le asusta a EE UU mientras sea un demócrata que respete los derechos de los ciudadanos y que no se meta en los asuntos de sus vecinos".

Carl Meacham entiende que se reclame una agenda de intereses comunes, pero reitera que "hay problemas políticos y presupuestarios para desarrollarla" y prefiere hablar de las políticas en las que hay avances o problemas: emigración, comercio, petróleo y lucha contra el narcotráfico. Tiene claro, además, que México y Brasil son los países clave: "México es nuestro vecino, y es de donde viene la mayoría de la emigración. Tenemos que trabajar mejor con ellos para mejorar las condiciones: no es que no haya trabajo en México, es que no pagan igual que aquí. Y Brasil tiene la mayor influencia en el hemisferio. Tener relación con ellos, trabajar en temas diversos y en problemas políticos, como el de Venezuela, nos da un tremendo empujón positivo. Podemos hacer muchas más cosas".

Jorge G. Castañeda planteó en el debate del Wilson Center propuestas para superar el deterioro de relaciones y recordó la sugerencia de una comisión hemisférica en la que, por parte latinoamericana, estuvieran líderes de la talla de Ernesto Zedillo, Fernando Henrique Cardoso y Ricardo Lagos [ex presidentes de México, Brasil y Chile] y por parte de EE UU, Bill Clinton y Bush padre. Para el ex canciller mexicano es fundamental, además, que el Congreso resuelva la reforma de la inmigración, por las repercusiones que tiene en México y Centroamérica y por los números -de emigrados y de remesas de dinero- que implica.

Todo será poco para superar el distanciamiento, sobre todo cuando las iniciativas se enfrentan al huracán populista que sopla en la cordillera andina y que repercute en todos los países latinoamericanos.

2.5.06

Los pasos de Evo.

Editorial | EL PAÍS | 02/05/2006

No por largamente barruntado, el control absoluto de los hidrocarburos decretado ayer por Evo Morales resulta menos preocupante. Aun comprendiendo que Bolivia quiera ser el primer beneficiario de sus recursos naturales, especialmente del gas, igualmente necesita de la inversión extranjera para su explotación. Con esta nacionalización, cuyos detalles habrá que estudiar con mayor detenimiento a medida que se vayan desarrollando y aplicando, Bolivia pone en juego la credibilidad de sus garantías jurídicas.

El de la inversión extranjera no puede ser un juego de suma cero en que lo que uno gana -en este caso, el Estado- lo pierde otro -las empresas-, sino que todos deben resultar beneficiarios. De ahí la importancia de ver qué ocurre en el plazo de seis meses que, en su decreto, el presidente otorga a las empresas para adaptarse a la nueva normativa, tras la entrega inmediata de toda su producción a la estatal Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos (YPFB). Y no parece correcto en ningún caso mandar a los militares a tomar de inmediato el control de los campos de extracción de los hidrocarburos.

Evo Morales ha dado este paso a la vuelta de La Habana, donde ha constituido con Fidel Castro y Hugo Chávez el Tratado de Comercio de los Pueblos. A Cuba le sobran titulados, en especial, en quehaceres relativos a la salud y a la enseñanza públicas; a Bolivia le falta de todo, y Venezuela tiene el dinero del petróleo caro para sufragar esa triangulación. Al mismo tiempo, la Bolivia del presidente indigenista se ha incorporado a la Alternativa Bolivariana para las Américas (Alba), que Castro y Chávez crearon en diciembre de 2004, aunque no se sabe si es alternativa a nada y, desde luego, poco contribuye a la estabilidad del espacio latinoamericano. Evo Morales, que preside un país democrático, se une así a un dirigente reelegido en las urnas como Chávez, pero dado al modo autoritario, y a un anciano dictador, el más antiguo de todos, que nada tiene ya que decirle al mundo. No son las mejores compañías para Morales.

Pero en estos momentos, los ejes en América Latina son cambiantes. El Mercosur está en crisis, el líder venezolano le está intentando dar la puntilla a la Comunidad Andina de Naciones, y varios países se suman a acuerdos bilaterales con Estados Unidos. Pese a todos lo favores que le debe a Chávez y a Castro, que apostaron por él en la campaña electoral, Evo Morales no debería echarse en sus manos, ni alejar la inversión extranjera con medidas que, si no se cuidan, no están adaptadas ni al mundo de hoy ni a las necesidades de un país de economía tan desesperadamente precaria como Bolivia.

Huelga de ilegales.

Editorial | EL PAÍS | 02/05/2006

La huelga de trabajadores sin papeles, ayer, en 50 ciudades de Estados Unidos puede resultar paradójica. Independientemente de su desigual seguimiento y de las manifestaciones a las que se sumaron inmigrantes legales, el paro refleja la creciente unidad, organización e importancia de un movimiento que ha nacido de forma relativamente espontánea. Con su jornada de huelga, en un Primero de Mayo que no es festivo en EE UU y que celebra su Día del Trabajo el 4 de septiembre

los 12 millones (80% de ellos hispanos, y el resto, fundamentalmente asiáticos) de inmigrantes sin papeles que se calcula trabajan en ese país intentaron demostrar lo esenciales que resultan para su economía, ya sea en la agricultura, servicios de limpieza, atención sanitaria o en otras actividades.

Lo que piden, a menudo con el apoyo de algunos de los empresarios que los contratan, es que la ley los reconozca y legalice su situación, algo a lo que se resisten muchos congresistas -que ven que estos sin papeles no votarán en las elecciones de noviembre-, pero por lo que empuja el presidente Bush. En sus victorias de 2000 y 2004 pesó el voto hispano, y se percata de que estos ilegales de hoy y sus hijos son votantes de mañana. A fin de cuentas, los inmigrantes se están movilizando para reclamar la ciudadanía.

Esta huelga y las marchas guardan similitudes con el movimiento pacífico por los derechos civiles de los negros en los sesenta, y tienen un mérito añadido, pues un indocumentado carece de sindicato y puede perder su trabajo. De hecho, este temor ha mantenido a muchos de ellos en sus tareas laborales.

Los hispanos se movilizaron en abril de forma bastante espontánea para pedir su legalización, lo que ha provocado un amplio debate identitario en EE UU en torno a la pregunta ¿quiénes somos? Incluso en la cúspide en Washington hay todo un debate sobre si aceptar una versión en español del himno nacional, con el presidente Bush en contra y Condoleezza Rice a favor, pues la secretaria de Estado está muy sensibilizada con los derechos civiles recordando cómo de niña sus propios padres estaban discriminados.

Esta vez se trata de que el sueño americano también incorpore a esos ilegales sin los cuales la economía de la superpotencia simplemente no funcionaría. Y no miremos sólo la paja en el ojo ajeno: tampoco funcionaría la europea sin sus propios sin papeles. La cuestión, aquí y allí, es cómo incorporar a estos millones que ya son parte de nosotros, sin provocar una avalancha descontrolada de otros que les sigan.