¿Por qué esta derecha?
IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA | EL PAÍS | 15 / 10 / 2006
No es la primera vez que el Partido Popular lleva a cabo una oposición brutal en forma y en contenidos. Ya lo hizo entre los años 1993 y 1996. Igual que en esa época, se constata ahora también una colusión de intereses entre la derecha y ciertos medios de comunicación. El empeño en expulsar a la izquierda del poder es tan fuerte que vale prácticamente todo. Se ha acusado al presidente del Gobierno de buscar la ruptura de España, de querer destruir la Constitución, de rendirse ante los terroristas, de ser un golpista, de no respetar el Estado de Derecho, de tener oscuras connivencias con los autores del 11-M...
Aunque los principales dirigentes del PP tratan de no comprometerse demasiado, es evidente que dejan hacer a sus peones y, desde luego, no invierten esfuerzo alguno en desmarcarse de los propagandistas más incendiarios que encabezan el frente mediático. Basta leer algunos artículos firmados por políticos del PP en medios ultraderechistas como Libertad Digital. Por ejemplo, el senador popular Ignacio Cosidó ha lanzado consignas de una inquietante ambigüedad, que recuerdan demasiado a aquellos mensajes nada sutiles del diario Alcázar. Valga esta muestra: "El problema es cómo quitar de la dirección de la nave a alguien que con su constatada inconsciencia política nos conduce a paso acelerado hacia el precipicio. (...) Me temo que ha llegado la hora de nuestra responsabilidad colectiva." (5/11/05) Por su parte, el diputado Jaime Ignacio del Burgo ha dado rienda suelta en ese mismo medio a sus sospechas paranoides sobre el 11-M, cuidándose mucho de no dar el último paso. Eso se lo deja a Pío Moa, quien recientemente se atrevía a decirlo ya sin tapujos: "¿Pudo haber sido el PSOE? En mi opinión, sí, desde luego." (8/8/06)
Alguien que no supiera nada sobre el PP y sólo observara sus declaraciones cuando está en la oposición tendría que concluir que se trata de un partido anti-sistema, en los márgenes mismos de la ultraderecha. Y, sin embargo, cuando el PP estuvo en el poder, demostró que no lo es. Se comportó como otros muchos partidos de derecha, con ciertos rasgos propios pero dentro de la normalidad: conservador en valores morales, bastante intervencionista en el mundo empresarial, y muy tímido a la hora de hacer reformas liberales. ¿Por qué en el poder actúa de una forma y en la oposición de otra tan distinta?
La respuesta, según lo entiendo, es bastante simple: el PP es consciente, a pesar de haber ganado dos elecciones seguidas, de que tiene grandes dificultades para llegar al poder mientras en España siga habiendo más votantes que simpatizan con las ideas de una izquierda socialdemócrata que con las ideas de una derecha conservadora. Por ello, si el PP se comportase como un partido normal de derechas e hiciese oposición no arremetiendo contra el Gobierno y las instituciones del Estado, sino presentando alternativas en política económica, en educación, en política social... perdería las elecciones.
El PSOE perdió las elecciones en sus horas más bajas, tras haber cometido graves errores relacionados con la guerra sucia contra ETA y no haber atajado la corrupción. Si a eso le sumamos la división interna de los socialistas durante los años noventa, se entiende que el PP encontrara la oportunidad de ganar las elecciones en 1996. Pero ganó no tanto presentando un programa electoral más atractivo que el del PSOE, sino desgastando al Gobierno en asuntos como el de la corrupción y la guerra sucia que en sí mismos no son ni de derecha ni de izquierda.
Si en la actual legislatura el PP no ofrece apenas alternativas políticas y se centra en temas como la unidad de España, la autoría del 11-M o el proceso de paz, es porque sabe que esos temas sirven para debilitar el voto ideológico y la participación de la gente de izquierdas en las elecciones.
Imaginemos por un momento que en el debate político el terrorismo no fuera causa de confrontación entre los dos principales partidos, como no lo fue en el periodo 1996-2004; que el Estatuto catalán se hubiera criticado razonablemente y no en términos agónicos de supervivencia de la patria; que no se hubiera jugado con un acontecimiento tan trágico como el 11-M. En una situación así el Gobierno podría dedicarse a presumir de sus logros: extensión de los derechos sociales, ley de dependencia, una economía envidiada en Europa, inversiones espectaculares en conocimiento e investigación, crecimiento del empleo estable, superávit presupuestario, etc. Con un panorama semejante, y con un electorado más escorado a la izquierda que a la derecha, el Partido Popular se enfrentaría a una derrota segura.
De ahí el nerviosismo justificado de la derecha. Necesitan encontrar frentes de batalla que oscurezcan como sea la decisión ideológica de los votantes. Aunque sea al precio de poner en cuestión el propio sistema con sus dudas repugnantes sobre el 11-M, o con las insinuaciones infundadas sobre el proceso de paz.
Si con estas artimañas consiguieran llegar pronto al poder, volverían a hacer políticas timoratas, porque saben que la ciudadanía, en su mayoría, tal como revelan las encuestas desde hace muchos años, sigue queriendo políticas que aumenten la igualdad y que incrementen las oportunidades de los más desfavorecidos.
Ese es el drama de la derecha en un país con un electorado más favorable a la izquierda: en el poder tiene que hacer políticas moderadas, y en la oposición no puede ofrecer alternativas suficientemente atractivas. Su única oportunidad consiste en desgastar al Gobierno en temas que no sean de naturaleza ideológica.
En 1996 lo consiguieron. Entonces, el zafarrancho mediático y político que se montó en torno al GAL y a la corrupción tenía una base cierta tras casi quince años de gobierno socialista. Ahora, en cambio, no tienen adónde agarrarse. Las teorías conspirativas de unos chalados y los obstáculos a un proceso de paz con amplio respaldo social no servirán en esta ocasión para ganar las elecciones, por mucha furia mediática que se organice.
No es la primera vez que el Partido Popular lleva a cabo una oposición brutal en forma y en contenidos. Ya lo hizo entre los años 1993 y 1996. Igual que en esa época, se constata ahora también una colusión de intereses entre la derecha y ciertos medios de comunicación. El empeño en expulsar a la izquierda del poder es tan fuerte que vale prácticamente todo. Se ha acusado al presidente del Gobierno de buscar la ruptura de España, de querer destruir la Constitución, de rendirse ante los terroristas, de ser un golpista, de no respetar el Estado de Derecho, de tener oscuras connivencias con los autores del 11-M...
Aunque los principales dirigentes del PP tratan de no comprometerse demasiado, es evidente que dejan hacer a sus peones y, desde luego, no invierten esfuerzo alguno en desmarcarse de los propagandistas más incendiarios que encabezan el frente mediático. Basta leer algunos artículos firmados por políticos del PP en medios ultraderechistas como Libertad Digital. Por ejemplo, el senador popular Ignacio Cosidó ha lanzado consignas de una inquietante ambigüedad, que recuerdan demasiado a aquellos mensajes nada sutiles del diario Alcázar. Valga esta muestra: "El problema es cómo quitar de la dirección de la nave a alguien que con su constatada inconsciencia política nos conduce a paso acelerado hacia el precipicio. (...) Me temo que ha llegado la hora de nuestra responsabilidad colectiva." (5/11/05) Por su parte, el diputado Jaime Ignacio del Burgo ha dado rienda suelta en ese mismo medio a sus sospechas paranoides sobre el 11-M, cuidándose mucho de no dar el último paso. Eso se lo deja a Pío Moa, quien recientemente se atrevía a decirlo ya sin tapujos: "¿Pudo haber sido el PSOE? En mi opinión, sí, desde luego." (8/8/06)
Alguien que no supiera nada sobre el PP y sólo observara sus declaraciones cuando está en la oposición tendría que concluir que se trata de un partido anti-sistema, en los márgenes mismos de la ultraderecha. Y, sin embargo, cuando el PP estuvo en el poder, demostró que no lo es. Se comportó como otros muchos partidos de derecha, con ciertos rasgos propios pero dentro de la normalidad: conservador en valores morales, bastante intervencionista en el mundo empresarial, y muy tímido a la hora de hacer reformas liberales. ¿Por qué en el poder actúa de una forma y en la oposición de otra tan distinta?
La respuesta, según lo entiendo, es bastante simple: el PP es consciente, a pesar de haber ganado dos elecciones seguidas, de que tiene grandes dificultades para llegar al poder mientras en España siga habiendo más votantes que simpatizan con las ideas de una izquierda socialdemócrata que con las ideas de una derecha conservadora. Por ello, si el PP se comportase como un partido normal de derechas e hiciese oposición no arremetiendo contra el Gobierno y las instituciones del Estado, sino presentando alternativas en política económica, en educación, en política social... perdería las elecciones.
El PSOE perdió las elecciones en sus horas más bajas, tras haber cometido graves errores relacionados con la guerra sucia contra ETA y no haber atajado la corrupción. Si a eso le sumamos la división interna de los socialistas durante los años noventa, se entiende que el PP encontrara la oportunidad de ganar las elecciones en 1996. Pero ganó no tanto presentando un programa electoral más atractivo que el del PSOE, sino desgastando al Gobierno en asuntos como el de la corrupción y la guerra sucia que en sí mismos no son ni de derecha ni de izquierda.
Si en la actual legislatura el PP no ofrece apenas alternativas políticas y se centra en temas como la unidad de España, la autoría del 11-M o el proceso de paz, es porque sabe que esos temas sirven para debilitar el voto ideológico y la participación de la gente de izquierdas en las elecciones.
Imaginemos por un momento que en el debate político el terrorismo no fuera causa de confrontación entre los dos principales partidos, como no lo fue en el periodo 1996-2004; que el Estatuto catalán se hubiera criticado razonablemente y no en términos agónicos de supervivencia de la patria; que no se hubiera jugado con un acontecimiento tan trágico como el 11-M. En una situación así el Gobierno podría dedicarse a presumir de sus logros: extensión de los derechos sociales, ley de dependencia, una economía envidiada en Europa, inversiones espectaculares en conocimiento e investigación, crecimiento del empleo estable, superávit presupuestario, etc. Con un panorama semejante, y con un electorado más escorado a la izquierda que a la derecha, el Partido Popular se enfrentaría a una derrota segura.
De ahí el nerviosismo justificado de la derecha. Necesitan encontrar frentes de batalla que oscurezcan como sea la decisión ideológica de los votantes. Aunque sea al precio de poner en cuestión el propio sistema con sus dudas repugnantes sobre el 11-M, o con las insinuaciones infundadas sobre el proceso de paz.
Si con estas artimañas consiguieran llegar pronto al poder, volverían a hacer políticas timoratas, porque saben que la ciudadanía, en su mayoría, tal como revelan las encuestas desde hace muchos años, sigue queriendo políticas que aumenten la igualdad y que incrementen las oportunidades de los más desfavorecidos.
Ese es el drama de la derecha en un país con un electorado más favorable a la izquierda: en el poder tiene que hacer políticas moderadas, y en la oposición no puede ofrecer alternativas suficientemente atractivas. Su única oportunidad consiste en desgastar al Gobierno en temas que no sean de naturaleza ideológica.
En 1996 lo consiguieron. Entonces, el zafarrancho mediático y político que se montó en torno al GAL y a la corrupción tenía una base cierta tras casi quince años de gobierno socialista. Ahora, en cambio, no tienen adónde agarrarse. Las teorías conspirativas de unos chalados y los obstáculos a un proceso de paz con amplio respaldo social no servirán en esta ocasión para ganar las elecciones, por mucha furia mediática que se organice.